Actualidad Nacional

La masacre de Tumeremo esparció más violencia en Bolívar, por Marcos David Valverde

Por: Marcos David Valverde /@marcosdavidv

Ángel Trejo podía esperar y no haber ido. Pudo postergarlo y, a lo mejor, hoy estuviera pensando que estuvo a punto de morir aquel viernes 4 de marzo de 2016.

Pero Trejo, de 30 años, estudiante de Derecho de la Universidad Gran Mariscal de Ayacucho de Puerto Ordaz, fue al lugar donde iba a morir: la mina Atenas, a pocos kilómetros de Tumeremo, municipio Sifontes, del sur del estado Bolívar.

No podía postergar el viaje: necesitaba dinero. Así que a la 1:00 de la tarde de ese día llamó a su papá y le dijo que iría a la mina. Que no tardaría. Que el mismo fin de semana estaría de vuelta. La próxima llamada que recibió su papá, en la noche, lo petrificó: la voz al teléfono le dijo que a Ángel lo habían matado.

No cayó solo. Hasta hoy no se sabe con exactitud cuántos murieron con él. Pero ese día no hubo asesinatos, en el sentido estricto de la palabra. Hubo un término más amplio. Hubo una masacre. Una masacre de la que se encontraron 17 cadáveres. La masacre de Tumeremo.

La sangre que corrió ese día no fue asunto extraordinario. Porque antes de la masacre había sangre en las minas. Después de la masacre hay sangre en las minas. Tanto que, promediando, no es exagerado señalar que es un asunto que ocurre a diario.

Pero ese marzo hubo varios factores. Días antes, el 24 de febrero, Nicolás Maduro anunció la creación del Arco minero del Orinoco, una zona de 111 mil kilómetros cuadrados destinada a la explotación de los yacimientos y minas de oro, diamantes y coltán.

Había un problema: las minas están sitiadas por los pranes. Ninguna trasnacional invertiría, entonces, bajo ese riesgo. ¿Qué hacer? Limpiar las minas. De aquí parte una primera teoría: la “limpieza” de la mina, cuyo principal vocero fue el diputado de la Asamblea Nacional Américo de Grazia.

Esa teoría tiene un nombre clave, Jamilton Ulloa, un ecuatoriao que comandaba una de las minas y que, por complicidad con los gobiernos nacional y regional, comenzó la “limpieza” aquella noche de marzo de 2016.

Por cierto, era conocido como el Topo.

Contra el silencio

¿Por qué si en las minas hay asesinatos todos los días, esta vez, a diferencia de otras, sí hubo revuelo? Por atrocidad y por número, simplemente: los parientes de esas 17 personas querían saber qué había pasado. Las familias protestaron. Tumeremo protestó. Y el pueblo, ese 5 de marzo de 2016, mientras el chavismo conmemoraba tres años de la muerte de Hugo Chávez, amaneció cerrado por los lugareños que reclamaban los cadáveres. No a los mineros con vida. A los cadáveres: ya sabían que sus familiares y amigos estaba muertos.

Para la posteridad de aquel hecho quedó un tuit del gobernador de Bolívar, Francisco Rangel Gómez: “Una vez más, politiqueros irresponsables pretenden generar zozobra al sur de Bolívar. Son falsas informaciones sobre mineros asesinados”.

Pero el transcurrir de los días contrarió a Rangel Gómez. No fue solo tiempo: también fueron la fiscal general de la República, Luisa Ortega Díaz, y el defensor del Pueblo, Tarek William Saab, quienes, rendidos ante las evidencias, llegaron a Tumeremo.

Las historias que trascendieron no dejaron indiferentes: que a las víctimas las fusilaron bajo la noche. Que los cadáveres los cortaron con sierras. Que un camión con los cuerpos cruzó Tumeremo y pasó destilando sangre, nada menos, que en frente de la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas.

Todo, rumores. Conjeturas. Chismes. El miedo prevaleció.

Hasta diez días después.

Lo peor

El mediodía del martes 14 de marzo trajo consigo la noticia, anunciada por Ortega Díaz: los cuerpos estaban enterrados en Nuevo Callao. Había 17. La ubicación corroborara, además, que sí habían sido movidos del lugar de la masacre.

En los días siguientes, terminada la incertidumbre, el almizcle amargo del llanto y de la indignación de las familias irrumpió en Tumeremo. Al tener que reconocer cadáveres putrefactos. Al ver desfilar las urnas. Al participar en el entierro masivo de los masacrados.

Unos días después, Francisco Rangel Gómez llegó a Tumeremo. De incógnito. Uno de los personajes más mediáticos de la política venezolana convocó a los familiares al Fuerte Tarabay, de Tumeremo. Llegó en helicóptero. Sin fotos. Sin despliegue periodístico. Repartió bolsas de comida y prometió casas para las viudas de los asesinados.

Y justicia.

Pero un año después, no ha habido justicia. Lo más cercano que los familiares han sentido a ello fueron: la detención de cinco personas y el día en el que el Topo fue asesinado en Nuevo Callao por una comisión del Sebin. Fue dos meses después de la masacre.

El informe de la Fiscalía sentenció que el hecho tuvo motivos fútiles e innobles. Es decir, un hecho aislado. Ni siquiera roza la arista de la complicidad estatal.

La Defensoría del Pueblo ha sido el ente más notablemente ausente. E, incluso, rayano en el absurdo: hace poco, a propósito de la conmemoración de los 27 años del Caracazo, Tarek William Saab señaló, enhiesto, que la Constitución de 1999 blindaba a la República contra masacres como la ocurrida el 27 de febrero de 1989

Como si no hubiese habido Tumeremo.

Como si, luego, no hubiese habido Cariaco ni Barlovento.

Un año después de lo ocurrido en Sifontes (cuyo alcalde, Carlos Chancellor, se niega a hablar sobre el caso porque dice, vaya, que lo tienen amenazado), la violencia minera ha salido de ese perímetro. En Ciudad Guayana y en Ciudad Bolívar,  el último viernes de febrero, hubo dos triples homicidios. Uno, relacionado con venganzas mineras. Otro, con el control carcelario. Ambos, con armas de guerra.

Rangel Gómez, por cierto, sigue siendo gobernador. Bailó, se disfrazó y disfrutó en este carnaval.

No lo hicieron las familias de los masacrados, como la de Ángel Trejo, quienes este sábado 4 de marzo se reunieron en el cementerio de Tumeremo a cantar y a rezar ante las tumbas de sus familiares.

Los contrastes también son norma en el violento estado Bolívar.

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