Economía

Antiglobalización

(AIPE)- Una nueva pasión sacude al mundo: la pasión por la desglobalización. En 1848 Marx y Engels anunciaron el avance inminente del proyecto comunista sobre la escena histórica. Pudo entonces parecer ilusorio el vaticinio marxista, apoyado apenas por una banda irrisoria en sus números. Pero su combinación de una idea sobre el pasado y una utopía para el futuro hizo presa de las conciencias a diestra y siniestra, y un siglo más tarde amenazaba con dominar al mundo entero. Su estrepitoso fracaso, al dar sólo frutos amargos el árbol que plantaron sus discípulos, y su caída ignominiosa en consecuencia, la convirtieron en escombros, que yacen confundidos con los de aquel muro que, en su desesperación, sus esbirros levantaron para no quedarse solos.

Pero aquí no acaba la historia. El derrumbe dejó un gran vacío en los corazones de vastas multitudes. En un mundo secularizado, que la ideología marxista contribuyó a secularizar, el fervor religioso había encontrado cobijo en la utopía. Sin ella, ¿sería posible vivir? Si la política y la economía que quedaron dueñas del campo eran racionalmente sólidas, y apoyaban su racionalidad con bienestar material, y sobre todo con libertad, a la ora de soñar, de vibrar, de militar y, por supuesto, de odiar, ¡de qué poco servían! Y las masas, que habían quedado como rebaño sin pastor, no se cansaban de mirar en su derredor en busca de alguien que tuviese un sucedáneo, mejor o peor -¡pero algo!- que ofrecerles. El que debía venir, ¿podría serlo el que les predicase el odio contra la globalización?

No es una hipótesis fácil de descartar. Seattle pudo parecer una curiosidad. Seattle más Praga tiene que dar que pensar. Los antiglobalizadores mueven multitudes, provocan asonadas, impiden la reunión de la Organización Mundial del Comercio, fuerzan al FMI y al Banco Mundial a hacer las valijas un día antes, acaparan los titulares de los periódicos de cinco continentes. Sobre todo, sus manifestantes pueden pasar por auténticas masas revolucionarias. Las muchedumbres de Seattle y Praga deben haberse asemejado a la turba que asaltó la Bastilla, y a las que arengó Lenin antes del golpe de estado de Octubre. Obviamente, tienen los recursos necesarios para movilizarlas. El dinero, por de pronto, para acarrear mucha gente y entrenar activistas. Pero todos no pueden ser extras salidos de una película de Cecil B. De Mille. Desde luego, también hay auténtica pasión, un fuego que les sale a muchos del alma. Pero, eso que tanto odian, ¿en qué consiste?

No es, por cierto, la Organización Mundial del Comercio en sí misma que abominan. Tampoco las masas parisinas sentían aversión por la Bastilla en sí misma. OMC, FMI, BIRF, obviamente no son más que símbolos, cuya consistencia institucional la enorme mayoría de los manifestantes ignoran por completo. Lo que las masas odian con convincente furor es un híbrido complejo, cuyo nombre colectivo dice sobremanera poco, pero que tal vez pueda comprenderse como un cóctel de pasiones y miedos: la globalización.

La palabra «globalización» suena poco apta para nombrar un objeto propuesto al odio y desprecio públicos. Después de todo no significa otra cosa que «integración». Una región está políticamente integrada cuando conforma un único estado. Lo está económicamente, cuando los mercados son coextensivos con su territorio, y las barreras aduaneras no existen dentro de ella, o son de escasa significación. Integrar es sumar partes de modo que formen un todo. «Globalizar» apunta igualmente a la creación de un todo «global», que «engloba» lo que antes eran partes separadas; en breve, la misma cosa. Pero el vocablo «integración» posee connotaciones claramente positivas en la cultura popular. Crear y desarrollar el Mercosur, o la Unión Europea, en sus respectivas áreas, por lo general son estimados positivamente por la gente. Sería imposible hacer que las masas arrojaran piedras e hiciera estallar petardos contra algo «integrador». Los promotores de los recientes motines han logrado que sus huestes se lancen al ataque contra una ciudadela en la que ondea la bandera de un sinónimo de lo que aprueban, una verdadera hazaña de prestidigitación intelectual.

¿Cómo lo han logrado? Pues usando una palabra de sentido difuso, semánticamente desértica, podría decirse, y llenándola de contenidos emotivamente intensos, capaces de una mezcla explosiva.

Tal vez convenga empezar por un tema de inusitada difusión, en cuyo manejo en los medios y la política la verdad y la mentira son por lo general involuntarias compañeras: el ecológico. Eso que dicen de la contaminación de los océanos y del crecimiento de la temperatura del planeta, ¿será cierto? En general hay mucho de exageración, y a veces de mentira pura y simple, en los escritos al respecto, pero dados los números asombrosos de la producción del mundo y de su desarrollo demográfico, una cierta aprehensión es para la mayoría irreprimible.

Y, la globalización, junto con el FMI y el BIRF, y la CMC, ¿qué demonios tienen que ver con la ecología? Pues sí que tienen que ver, responden los nuevos augures, porque estas instituciones apuntalan el crecimiento de la producción y el capitalismo de las megaempresas que con él medran. Esas grandes compañías, en efecto, contribuyen a la concentración de la riqueza en pocas manos. Sin sentirlo, de la fobia ecológica nos hemos deslizado hasta el populismo -el odio a la gran empresa, tan difundido en los EEUU, pese a la indeleble adhesión de éstos al libre mercado- y la pasión por la igualdad, el sentimiento político central de Francia.

Las grandes corporaciones capitalistas son también responsables por el desarrollo vertiginoso de la tecnología, que precipita por millones a los obreros en el desempleo. Tal la conocida tesis de Jeremy Rifkin, único nombre famoso que aparece en la antología antiglobalizadora, editada por Jerry Mander y Edward Goldsmith (The Case Against the Global Economy, Sierra Club Books, San Francisco, 1996), a quien por lo menos los editores tienen el pudor de no presentar como economista. Ciertamente que las cifras de empleo en la agricultura y la industria manufacturera han caído, pero para Rifkin lo mismo pasa y pasará cada vez más con los servicios. A quiénes van a venderle su producción las grandes empresas, cuando todos los trabajadores de todos los niveles estén en el seguro de desempleo, eso no parece inquietarle.

¿A favor de qué y de quiénes están estos profetas de la catástrofe? En el libro citado, de 549 páginas, sólo encontré un elogio a las comunidades de esquimales que, con gran admiración, se las describe viviendo exactamente igual desde hace cuatro mil años ( p. 351). Sin duda quieren hacer dar a la humanidad un giro en U hacia pequeñas comunidades autosuficientes, lejos de todo agente globalizador, como el libre comercio, las computadoras, los automóviles, el mercado y el dinero. A ellos, que temen tantas cosas (la contaminación ambiental, la tecnología, el poder omnímodo de los capitanes de industria, la especulación de los capitalistas financieros, el comercio, etc.) no se les mueve un pelo ante la hambruna descomunal que se desataría sobre el planeta si se intentase alimentar a sus seis mil millones de habitantes con una economía trabajosamente rescatada de la edad de piedra. ¿Estarán estos cultores del disparate llamados a conquistar la adhesión de las masas del mundo? Sólo si la locura se apodera antes de éste. Pero, ¿acaso no pululan las señales de que esto puede realmente acontecer? ©

* Presidente de la Sociedad Mont Pelerin, ex presidente del Banco Central de Uruguay.

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