Economía

Defensas de la competencia

(AIPE) La competencia es el alma del capitalismo. Es a través de ella que el afán de lucro de los empresarios hace que éstos sirvan al consumidor, en lugar de expoliarlo. Por el contrario, el socialismo no tiene lugar para la competencia en su sistema. Ve en ella un despilfarro de recursos, por oposición a la planificación centralizada, que organiza la producción a partir de una aprehensión global de las necesidades de la población y de la disponibilidad de capital, trabajo y recursos naturales.

Ahora se sabe, merced a una experiencia histórica amplia e irrefutable, que el enfoque socialista era erróneo. El mundo entero, con excepciones sólo marginales, ha desechado la idea de la planificación central, y se ha resuelto dejar que sus economías sean regidas por la ley de la competencia. Pero no todos entienden esa ley de la misma manera. Básicamente, y por cierto con matices, hay dos concepciones de la competencia: de su sentido, o razón de ser, las condiciones para que dé frutos, y las fragilidades que en ella puedan requerir su defensa por parte del estado. Una es la manera liberal; la otra, la mercantilista.

La presencia del mercantilismo en las sociedades actuales suele percibirse borrosamente, con frecuencia pasar desapercibida. De tan difundida que se halla, sus principios suelen confundirse con el sentido común, y su forma de pensar con la lógica natural de los negocios y el gobierno. El mercantilismo no tiene, como el liberalismo, origen académico. Surgió, en los siglos XV a XVII, junto con los grandes estados nacionales -España, Francia, Inglaterra, Prusia- y su literatura proviene sobre todo de los memoriales dirigidos por los mercaderes e industriales a los ministros y de los dictámenes producidos por los funcionarios para sus superiores. Adam Smith escribió “La Riqueza de las Naciones” explícitamente contra lo que llamó «el sistema mercantil», dedicándolo a demostrar que los desvelos de los gobernantes por mantener la prosperidad y equilibrio de las economías con incesantes intervenciones eran, no sólo superfluos, sino francamente contraproducentes. Pero el éxito de la escuela liberal, en el terreno académico, cuyo origen cabe identificar con el de aquel libro, nunca pudo extenderse análogamente a los medios gubernamentales ni a los ámbitos empresariales.

¿Cómo incide esa división de pareceres y sensibilidades sobre la cuestión de la competencia? Pues de algunas maneras muy claras. Para el liberal, la competencia es el estado natural de la economía, y está en condiciones de dar sus frutos característicos, con tal de que el estado proteja la propiedad y haga cumplir los contratos. Su recomendación característica a los gobiernos es que se abstengan de cerrar el acceso de los mercados a nuevas empresas. Y con esto basta. Yale Brozen, de la Universidad de Chicago, sostiene que la entrada libre al mercado es una condición necesaria y suficiente para mantener la competencia. Y quien pone obstáculos a tales ingresos por lo general es el gobierno. Él es prácticamente siempre el origen de las prácticas monopólicas, tanto a través de autoasunción de monopolios, de su concesión a agentes privados, con frecuencia bajo el concepto espurio de «servicios públicos», de erección de barreras arancelarias, cupos de importación y controles sobre la inversión extranjera.

¿Por qué el liberalismo da la competencia por sentada? Porque si un conjunto de empresas se carteliza, y genera para sí un diferencial de ganancias, hallándose por hipótesis el mercado accesible a nuevos entrantes, el cartel exhibirá su conocida fragilidad. Pero, ¿qué hay de la práctica de precios predatorios? Pues, que es una práctica ilusoria, porque si una empresa se dedicase a perder dinero durante años hasta eliminar a sus competidores, a fin de fijar luego precios monopólicos y disfrutar de su inversión, cuando lo lograse entrarían otras empresas a compartir el festín, y se lo arruinarían. De modo que, si una empresa desea aumentar su participación en un mercado, le resulta siempre mucho más barato comprar competidores que invertir en prácticas predatorias. Y aun después de comprar a uno o más de sus competidores, se verá impedida de fijar precios abusivos a fin de evitar el ingreso al mercado de nuevas empresas.

Desde la perspectiva mercantilista las cosas son distintas. Hay un grado óptimo de competencia, pero ésta puede ser excesiva. De tal modo que es aconsejable sujetar la entrada de nuevas empresas al mercado a la obtención de una licencia gubernamental. Una ley dictada el año pasado en el Uruguay, por el que se condiciona a autorización pública la instalación de nuevos supermercados, con el fin de proteger a los pequeños comerciantes al menudeo, es un excelente ejemplo de legislación mercantilista. Una característica del mercantilismo es la preocupación de sus devotos por la suerte económica de los empresarios, particularmente de los pequeños ante la competencia de los grandes. La preocupación de los liberales se dirige sólo hacia los consumidores, que si son mejor servidos por grandes empresas que por pequeñas, no deben ser sacrificados en aras de éstas.

Un reciente artículo periodístico expresa: «Las normas de competencia buscan defender a los chicos contra los grandes…» Se trata de un concepto típicamente mercantilista. Para un liberal, si debiese haber normas de preservación de la competencia, sólo se concebirían para protección de los consumidores.

No sólo sucede en América Latina. Francia se mantiene dentro de la órbita de influencia de los escritores mercantilistas de siglos atrás y la política “antitrust” estadounidense manifiesta esa influencia. En 1890 se dictó la ley Sherman, que proscribió los acuerdos colusivos para subir precios. Para la doctrina liberal, eso era innecesario, pero la situación se agravó considerablemente como consecuencia de la jurisprudencia que sentó el juez Learned Hand en 1945, en el caso Alcoa. Según Richard Posner, el gran especialista en derecho económico, también de Chicago, el juez Hand entendió que la ley Sherman «fue motivada por el deseo de preservar un sistema de pequeñas unidades competidoras, aun si ello significaba costos mayores». Posner duda que eso sea en un hecho, pero en todo caso asegura que es mala teoría económica. Lo que está haciendo la administración Clinton y la justicia estadounidense con Microsoft es también un típico ejemplo de mercantilismo.

Y la ley de urgencia, recientemente sancionada en el Uruguay, con su profusión de normas pretendidamente en defensa de la competencia, refleja una visión estrictamente mercantilista de la economía. No está de más que comprendamos qué ideas son las que nos manejan. Keynes lo dijo: «Los hombres prácticos, que se creen por completo libres de influencias intelectuales, son usualmente esclavos de algún economista difunto.» Bueno, precisamente es de eso que se ha tratado en este artículo.

Ramón Díaz es Presidente de la Sociedad Mont Pelerin, ex presidente del Banco Central de Uruguay.

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