Economía

Economía global y miseria local

Las imágenes de centenares de manifestantes contra la globalización arrasando un Mac Donald´s en Londres el pasado uno de mayo han dado la vuelta al mundo. Estaba anunciado- como en Seattle, en Davos o en Washington- pero al igual que en los otros tres casos la policía no pudo evitarlo. Es la lucha contra la globalización, que se extiende como una mancha de aceite por todo el mundo, con violencia y fuera del sistema, ya que por desgracia en el sistema parece haber sólo sitio para un único pensamiento.

La elección de un Mac Donald´s no parece casual. Representa el triunfo de la publicidad sobre la realidad, de la cultura culinaria más pobre del mundo, la yanki, sobre las gastronomías más importantes del planeta, a base una invasión cultural y publicitaria. En realidad este establecimiento de comida «basura» es una metáfora de la globalización, que no es otra cosa que la invasión económica, cultural y de valores de los Estados Unidos de America, o mejor dicho del capitalismo neoliberal norteamericano.

En este «nuevo mundo» la educación se pervierte para ser un simple instrumento de formación exclusivamente profesional. Como dice Fernando Savater (catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid) «no puede haber mayor perversión de los objetivos escolares que supeditarlos a las circunstancias del mercado ni convertir la educación a éstas en el principal (y aun único) baremo para recomendar el empeño educativo». Pero el mercado es el único tótem. Nunca ha habido en el mundo desarrollado una generación con tanto nivel de estudios y a la vez tan escasamente crítica e «inculta», en el sentido de un desconocimiento completo de la realidad de las cosas que no tengan que ver con su profesión. Nadie se plantea nada desde el desconocimiento. Las tropas de analfabetos funcionales que habitan Estados Unidos, incluso con formación universitaria que les convierte en expertos en un sólo tema, han permitido a sus gobernantes las mayores tropelías sin una respuesta social. Y las grandes transnacionales han aprendido la lección. Queremos excelentes profesionales que no se hagan preguntas. Para completar una educación paupérrima está la «cultura de masas».

La peor degeneración de la Cultura es su conversión en industria. Y ya lo es en todo el mundo. Se trata de ganar dinero no de crear algo original o trascendente. Es más la trascendencia es poco comercial, sobre todo porque la publicidad es el verdadero árbitro de la «industria», y sólo se hacen campañas a aquellas películas o novelas o canciones que resultan interesantes comercialmente, y, de paso, ideológicamente. Los «best seller», la denominada «televisión basura», las películas de acción, la música machacona y rítmica, todo está diseñado para que los seres humanos piensen lo menos posible.

Los medios de comunicación están dominados por muy pocas manos. Por ejemplo en España la alianza entre Telefónica y el BBVA domina la práctica totalidad de los medios privados de difusión (radios, televisiones o periódicos). En Estados Unidos donde la libertad de prensa es -en teoría- sagrada, muchas cuestiones jamás se tratan en los grandes medios. Así lo cuenta Lori Wallach, una de las líderes contra la globalización en una entrevista en «El País Semanal», cuando afirma que «New York Times no ha publicado ni una sola noticia sobre el AMI -acuerdo multitaleral de inversiones-. Tampoco ABC, NBC o CBS».

Con los medios de comunicación en pocas manos, con la publicidad como motor del consumo -no la necesidad ni la utilidad-, con una generación que adora el mercado y el dinero sin ninguna capacidad crítica las posibilidades de disidencia son escasas. Es curioso pero cuando la gasolina sube es fácil encontrar una explicación global: «el petróleo ha alcanzado máximos históricos, el dólar también….bla,bla,bla….». Cuando el dólar y el petróleo bajan, la gasolina sigue al mismo precio pero nadie pide explicaciones.

Uno de los grandes trucos de este pensamiento único es globalizar sólo lo que interesa. El resto permanece en compartimentos. Parece como si el hambre en Etiopía y la prosperidad de Estados Unidos y Europa no tuvieran nada que ver. Ahí no hay economía global. La culpa en esos casos de flagrante explotación es de la sequía, las guerras y la corrupción. Una de las bases del éxito del capitalismo es alejar a los escandalosamente explotados de los engañados y a éstos de los centros de decisión reales. De esta forma la explosión social no llegará nunca al vértice de la pirámide.

Según la consultora Merryll Lynch hay cincuenta y cinco mil «ultraricos» – ésa es la expresión que han acuñado- en el mundo. Personas que cuentan su dinero en miles de millones de pesetas, en centenares de millones de dólares o de euros. En Estados Unidos, en Europa o en Japón centenares de millones de personas creen firmemente que el trabajo, la constancia o la suerte les pueden convertir en una de esas cincuenta y cinco mil personas. Tienen como valor absoluto llegar a ahí o, al menos, poner el máximo número de ceros a su cuenta. Para lo que piensan de otra manera no hay posibilidad. No hay espacio político viable porque la economía y la política están entrelazadas y enfrentarse es la ruina. Sin información ni referencias culturales los que pensamos de otra manera nos sentimos «inmensamente solos» como ya explicó muy buen amigo Luis Carlos Díaz en su artículo «La moto de Chomsky «. Pero los hay con peor suerte. La inadaptación o la enfermedad, el simple agotamiento ante tanta competición se castiga con la marginalidad y la indigencia. En la tierra de la prosperidad, de los ultra ricos y del pleno empleo (Estados Unidos) hay cuarenta y cinco millones de pobres. Pero no existen. Están en barrios que un ciudadano del sistema no conoce. Son enemigos, gentuza, no hay peligro de que el hombre agobiado de pisar cabezas para subir en su oficina y el pobre fumador de crack sepan que se sienten mal por la misma causa. Ambos se odian y se temen, viven en mundos separados, como compartimentos perfectamente localizados de un mundo globalizado. En España esa relación se ha producido en El Ejido. La prosperidad de esa región del sudeste español se debe a la explotación mano de obra barata, procedente de Africa. Pero una cosa es explotarlos y otra verlos en sus bares o en sus calles. Los quieren lejos, en compartimentos separados. Repasen todos los suburbios del mundo, todos los barrios de chabolas. Ahí están bien los «perdedores» de este sistema. Que las buenas gentes que nada se preguntan no vean este espectáculo tan deprimente. Sólo de vez en cuando a través de la televisión, con algún mensaje subliminal que nos lleve a odiarlos por sociópatas o a lavar nuestras conciencias con un poco de caridad.

Y mientras tanto la izquierda convencional cede ante una trampa perfectamente trenzada. La socialdemocracia creó los sistemas de protección social a los que ahora los ciudadanos no dan importancia. Ha mantenido palabras como solidaridad y progreso como si fueran un tótem que adorar sin darse cuenta de que perdían su verdadero sentido. El pragmatismo de los gobiernos de la izquierda en Europa ha sido la historia de la claudicación. La globalización impone a los gobiernos del mundo un tipo de políticas -desprotección social, precariedad de las condiciones laborales, poco gasto público, eliminación de trabas a las multinacionales- porque pueden llevarse el dinero a otro lugar. Es el gobierno del Dinero. Una vez que se acepta este principio ya no queda margen. Y toda la izquierda socialdemócrata lo ha aceptado ante la posibilidad de empobrecer su país y sufrir campañas de acoso de los medios de comunicación. Pero al no denunciar la globalización de manera global, la izquierda ha convertido sus valores en retórica y ha perdido la batalla hasta que encuentre una respuesta global al imperialismo económico. Alguien debe de explicar que una inundación causa siete muertos en Alemania y varios miles en Venezuela o Nicaragua por el nivel de desarrollo y por las infraestructuras, no porque la ferocidad de la naturaleza haya escogido América o Africa para mostrarse en toda su crueldad. Alguien debe de decir que hay cincuenta y cinco mil «ultraricos» gracias al hambre de centenares de millones de seres humanos. Alguien debe mostrar la explotación que sufren continentes enteros, condenados a ver la revolución tecnológica desde la distancia sin tener siquiera un plato de comida, un remedio contra la malaria o un freno para la extensión del SIDA. La izquierda debe de hacer ese trabajo sin perder de vista a la sociedad en la que realiza su trabajo, muy distinta en Chiapas o en España, en Hamburgo o en Harare. La respuesta sin embargo es global. El poder del ciudadano contra las grandes transnacionales. Lo real frente a lo virtual. La solidaridad contra la caridad, que es su hermana bastarda. Valores con mayúsculas, seguidos de una práctica política pegada a la realidad. En España por ejemplo, la izquierda se divide entre quienes viven fuera de la realidad, instalados en el dogma (Izquierda Unida) o quienes se han instalado en una realidad pasada, sin ver los cambios que su propia acción política ha provocado en la sociedad española (el PSOE). Ambos necesitan analizar la realidad y buscar respuestas aplicables y personas capaces de llevarlas a cabo con las mismas armas que los que carecen de otro ideario que el «¡sálvese quién pueda!» del mercado. Es decir publicidad, medios de comunicación… Leo en todos los sitios que ya no hay ideologías pero quienes dicen eso practican la más vieja de todas. Me recuerdan mucho a los empresarios profranquistas que durante la transición de la dictadura a la democracia decían: «yo no entiendo de política pero con Franco se vivía más tranquilo y se ganaba más dinero. Vivíamos mejor».

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