Economía

La Nación: Venezolanos al límite, hambre y desesperanza del otro lado de la frontera

«Yo me voy a quedar en Cúcuta, aunque no me quede ninguna plata para guardar. Aquí mi hija come y tiene pañales. En Venezuela solo comíamos plátanos y auyama y sus pañales eran de trapo», relató a La Nación José Muñoz, de 27 años y oriundo de Barinas, la cuna de la revolución, donde se desempeñaba como constructor.

«Solo vivimos esperando que cambien ese gobierno, han saqueado Barinas y han saqueado Venezuela», resume Muñoz con tristeza, pero sin una migaja de odio. Al igual que miles y miles de sus compatriotas, sobrevive como puede en las calles de la capital colombiana más importante de la frontera. Esta ciudad es hoy paradigma de la tragedia venezolana, el espejo donde se miran quienes llegan a sus calles desesperados, hambrientos, sin otra cosa que la esperanza. Una ciudad abatida por una crisis humanitaria que sus gobernantes no quieren reconocer por miedo a no saber cómo enfrentarla.

No existen estadísticas fiables de cuántos venezolanos malviven hoy en la frontera, pero el representante colombiano en la OEA dijo la semana pasada que 20.000 venezolanos atraviesan todos los días los más de 2000 kilómetros de frontera entre los dos países. La mayoría regresa a las horas o a los días, tras comprar los alimentos que no encuentran en su país. Pero varios miles se quedan en Colombia y por lo menos un 20% de ellos, los más desesperados, lo hacen en Cúcuta. Investigadores afirman que en Colombia ya viven al menos un millón de venezolanos.

El apoyo de los religiosos

El padre colombiano Hugo Suárez entona una oración para pedir «por la paz de nuestros hermanos venezolanos». La situación es tan extrema, «mientras los políticos hablan y hablan», que a los creyentes solo les queda invocar el poder divino y arremangarse dispuestos a contener la ola de la desesperanza que amenaza con inundar Cúcuta y el Norte de Santander.

«Estamos en zozobra y caminamos hacia el caos», explica el padre Suárez ponderando sus palabras. No han pasado todavía un mes desde que su parroquia de San Pedro Apóstol y la diócesis inauguraron la Casa de Paso, muy cercana al famoso puente Simón Bolívar, para regalar un almuerzo diario «porque atraviesan la frontera hambrientos y llegan hasta aquí pidiendo comida». El comedor, que era mensual, ha pasado a llenarse todos los días, dependiendo de donaciones y de solidaridad.

«Estoy admirada, las bodegas están aquí llenas de alimentos, es una bendición», exclama atónita una mujer que pareciera haber llegado de otro mundo hasta la Casa de Paso. Pero no, es venezolana, el país bendecido con las mayores reservas de petróleo del planeta, las más grandes de oro del continente y las terceras de gas y coltán.

La Iglesia Católica y voluntarios colombianos y venezolanos se han convertido en el batallón de los primeros auxilios. Los ecos de su labor, titánica, llegaron hasta Roma. A través del obispo del Norte de Santander. «El papa Francisco nos ha felicitado y nos ha bendecido», dice el padre.

Los desheredados de la revolución caminan las calles sin rumbo definido, ni siquiera saben las exigencias legales y las dificultades que van a encontrar. Vendedores de golosinas y agua, malabaristas, limpiacristales y fruteros improvisados con acentos caraqueños, zulianos, llaneros y hasta de Punto Fijo, la península situada a casi 800 kilómetros de Cúcuta. Como Juan Manuel Sánchez, que era chef internacional, y Jaiker Salas, estilista en Yaracuy. Como Félix Sánchez, operador de buques de la armada, y Eneida Oviedo, técnica de laboratorio.

 

 

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