Ediciones mensuales

Instrucciones para no robar.

Todo robo es simbólico. Me explicaré.

Pero antes de empezar debo aclarar públicamente que el robo por necesidad ha nacido en el magín de la literatura sentimental, pues hay pobrísimos que no roban y riquísimos que sí. No habría delito de cuello blanco. Jamás se ha visto un peculado para pagar un pan con queso inaplazable. Pecula el que ya tiene. Y aquí sí empiezo:

Uno puede invadir una casa ajena, romper un cristal, violar un vehículo estacionado, arrancar una cartera, etc. El problema no es el obstáculo. Cuando uno pasa una llave o sube material tan frágil como los cristales de un automóvil, no está impidiendo el robo, ni siquiera lo está dificultando. Está más bien creando una barrera simbólica, una situación tal en que el ladrón tenga que trasgredir una contención cultural que lo sella socialmente como ladrón. Un sobre cerrado es la cosa más fácil de romper. Sólo lo impide la reclasificación de sí mismo que se sufre cuando se procede al apandamiento, con escalamiento y fractura, cuando se viola una contención puramente simbólica, un dique metafórico. Ciertamente hay puertas fortificadas, cajas fuertes, claves secretas, etc. Pero sirven para evitar el robo cuando ya la vida simbólica no tiene fuerza para comedirlo, para obstaculizar la acción del que ya se hizo ladrón como medio de vida. Los demás obstáculos, precarios, la puerta de madera, el cristal, el sobre sellado, se ponen para el que no es ladrón, diciéndole esto es mío. Y él entiende.

Digamos que uno encuentra una oportunidad de robarse algo y nadie lo va a ver ni se va a enterar, pero no lo hace. Hay gente así. Y si nadie se va a enterar de que robó, tampoco se va a saber que no robó. Ni siquiera va a tener la vanidad de lucir su honestidad. Pero así y todo, hay quienes no roban. Me consta. Por qué?

Porque se está valorando. Narcisismo, supongo. Se dice estoy por encima de eso. Robarse la cosa es colocarse por debajo de su dueño. Arramblar un cenicero de porcelana en una fiesta, es ponerse por debajo del anfitrión; es decir, no tengo para comprarme ese cenicero y por tanto soy inferior a quien sí lo tiene. No robárselo es decirse no tengo dinero para comprarme este cenicero pero no soy inferior a quien sí lo tiene, porque nadie es inferior a nadie por cosas que tenga ni por ninguna otra cosa, y punto.

Tal vez -también- esas acciones nos provoquen un revoltijo en el estómago y quién sabe si la ética es finalmente una rama de la gastroenterología.

El ladrón no se quiere nada. El ladrón se desprecia y no sabe lo que quiere. El ladrón odia mucho; tánto, que se odia a sí mismo. Prefiere simular la alegría porque no puede tenerla original. No sabe cómo es la alegría porque nunca se la dieron. Pero nadie tan bueno para saber que la alegría sí existe como el que nunca la ha tenido. Todo lo que nunca se ha tenido es terriblemente evidente. Así la felicidad, así el amor.

Entonces el ladrón se roba un álbum de barajitas lleno o un rompecabezas ensamblado, para arruinar la felicidad del otro. Y con ello se vuelve agente de la infelicidad, empezando por él mismo, para siempre.


El Nacional 15 de Junio de 1997

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