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Lástima la igualdad

La igualdad es solo una suposición. Una ilusión, si usted lo prefiere. Lo es en la medida en que nunca ha existido, y en la de que tal vez no sea ni factible. Pero sin ella no solo habría terminado la historia que Fukuyama cree que ya terminó; tampoco sería posible legitimar el poder, la política, la organización social, la democracia. Y los postmodernos, todos aquellos que ya le escupieron el rostro al discurso, a la historia, a la filosofía, a la ética, van a inaugurar el próximo milenio desde el borde de una trampa inesperada: el apogeo de la ética.

El primer mundo occidental prescindió siempre de una justificación ética. Le regaló desdeñosamente al otro bloque la superioridad moral. Reclamó para sí solo la eficacia. Cuando sobrevino la catástrofe del Este fue más fácil que nunca suponer que lo que se había derrumbado no eran el autoritarismo y la estupidez, sino la igualdad. Desde entonces ya no solo se prescinde de la igualdad: se la desprecia, se la estigmatiza públicamente, sin asomo alguno de vergüenza ni pudor.

Pero la trampa está allí. La justificación de la democracia no puede lograrse a punta de mercado. Ni de recitar los indicadores económicos, nueva y presuntuosa teología de los estertores de siglo. Un discurso que, sin embargo, evita referirse a las xenofobias, la droga, la delincuencia, y que, por supuesto, olvida el fascismo, la guerra química del Vietnam, la derrota del Vietnam y las angustias del Tercer Mundo. Difícil imaginar que el milenio pueda inaugurarse con semejante prescripción. Tan escuálida, resignada y mutilada prescripción. La democracia tendrá que salir a la caza de su propia cola, al hallazgo de sus postulados fundacionales. Y solo la ética puede dotarla del discurso perdido.

Entonces, será el tiempo de la igualdad. De la que no se puede, pero sin cuyo aliento no es posible la universalidad del discurso político. Puede que su nueva naturaleza no sea tan jacobina como la que inspiró todos los movimientos sociales desde entonces. Y puede que se parezca poco o nada a la que en las primeras décadas del siglo estuvo dispuesta a estrangular cualquier otra cosa en el prurito de afianzarse. Las izquierdas, que todavía pagan el precio de la perplejidad y el pecado de haberlo consentido todo, ya no encontrarán el camino. Apenas se sentirán satisfechas de que la mimetización les otorgue el ilusorio retorno de un péndulo encarnado en Blair o Jospin. Pero ya no tienen aliento. Tampoco neuronas. Alguien tendrá que reemplazarlos en el imperativo de construir un sueño que, aunque nuevo, será, como el hombre, como la igualdad, como las restricciones a la igualdad, viejísimo.

Colombia no es, por supuesto, una excepción. También aquí la igualdad, cualquier cosa que ella sea, está proscrita. No es de recibo recordarla. Quien se atreva parecerá, en manos de cualquier gavirista, un decadente, un tonto, un kichst. Y parecerá algo peor para los iluminados orientadores de la democracia light que se auspicia desde las agencias de publicidad, los medios de prensa y las oficinas de relaciones públicas. Por eso, el debate político es tan lineal y aburrido. El proceso ocho mil, sus rezagados estertores, la retroactividad de la extradición y un moralismo hirsuto que quiere olvidar que la corrupción recorre algo más que el Congreso, los partidos y el Gobierno, gracias precisamente a una tolerancia recién abandonada por ellos mismos, sirven para escamotearnos la realidad de un país sin igualdad, ni equidad, ni justicia, ni lástima.


EL TIEMPO Domingo 15 de junio de 1997

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