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Bendita Señora, que en su día, sábado, quiere que parta de esta vida

La misma que suscribió, por última vez, el sábado 14 de diciembre de 1591 cuando, a escasos minutos de su muerte pidió que le recitaran El Cantar de los Cantares. “Ay, qué preciosas margaritas», se le oyó decir. Y partió. A las doce, como la Virgen se lo había revelado. Un olor a rosas venido de otro espacio, inundó su celda. Una devota de su amor reconstruye esa parte, ardorosa, de una humanidad que a los 49 años se fue a celebrar las anheladas bodas Muerte del Santo en Ubeda tal y como la grabó en plancha Francisco Zugni en 1748, según modelo de Matías Arteaga en la edición de Sevilla, 1703
 
“Jesús sea en su alma, hija. 
Yo recibí aquí, en La Peñuela, 
el pliego de cartas que me trajo 
el criado. Tengo en mucho 
el cuidado que ha tenido. Mañana me
voy a Ubeda a curar de unas calenturillas,
que, como ha más de ocho días 
me dan cada día. Paréceme habré 
menester ayuda de medicina; pero con
intento de volverme luego aquí, que, 
cierto, en esta soledad 
me hallo muy bien”

Juan de la Cruz
a Doña Ana de Peñalosa
 
Juan de Yepes, enfermo de calentura, con una pierna muy inflamada, sale del Convento de La Peñuela el 26 de septiembre de 1591, camino de Ubeda. No ha de volver a la soledad donde tan bien se halla. Baja en un jumentillo, de Sierra Morena hacia La Vega del Guadalimar, siempre hacia el sur. Los cerros de Ubeda son suaves cumbres redondeadas. Una pequeña vega silenciosa, recogida, como guardada entre aquellas alturas, que se asoma a ver pasar el río entre álamos, adelfas y parajes. El puente es de piedra labrada, roja, como las aguas del Guadalimar. El enfermo va fatigado e inapetente. Ya hace tres o cuatro días que no toma alimento de provecho y el calor de finales del estiaje andaluz, agobia. El mozo que lo acompaña mucho le pregunta si algo desea comer. “Unos espárragos, si los hubiera” ha dicho, al fin. De pronto ve el mozo, muy cerca, sobre una piedra del río, un manojo de espárragos trigueros, espárragos de pan, como son llamados. “Id y tomadlos -ha dicho Fray Juan al mozo- y buscad al dueño por estas lomas y poned una piedra donde estaban y bajo ella cuatro maravedíes, para que su dueño sea pagado” y siguen el camino entre tomillares.

Cuando llegan a Ubeda, tómase como milagro el hallazgo de los espárragos, cosecha de primavera inesperadamente hallada a finales de septiembre cuando ya no es tiempo de su cultivo. Fray Juan toma la historia por modo de risa y no quiere magnificar la situación pese a que todo el convento lleva en boca “el milagro de los espárragos».

El Convento de los Descalzos está al extremo sudeste de la ciudad, sobre la muralla de levante, dando al barrio de los gitanos, que queda por bajo. A lo lejos, tras de los cerros grises de calcárea, el macizo verdoso de la Sierra de Cazorla, por donde sale el sol. A la derecha el valle del Guadalquivir, que pasa una legua al sur de la ciudad y en el horizonte el blanco hielo de la Sierra Nevada de Granada. El Convento es pobre y pequeño, fundado en una casa donada por doña María de Segura.

Fray Juan ha escogido Ubeda como retiro de salud porque allí no le conocen, pero pronto corre la noticia de que en los Descalzos hay un fraile enfermo que es santo y son muchos los que se interesan por él. Entre los frailes hay muchos que lo quieren, antiguos novicios suyos. Sin embargo, el prior, Fray Francisco Crisóstomo, recibe al enfermo sin hospitalidad. Era el prior hombre muy rígido, de ciencia y púlpito, de carácter agrio y destemplado, carente de condiciones paternales de gobierno, empeñado en llevar a la fuerza, a palos, por caminos de perfección a sus pupilos y, sobre todo, muy opuesto a los que tenían fama de místicos y santos. Sobre estas condiciones de su propio natural, el prior tiene motivos de antiguos resentimientos para proceder con poca caridad hacia Juan de la Cruz: siendo Fray Juan Vicario Provincial de Andalucía le había llamado al orden varias veces por sus gobiernos destemplados con sus hermanos. Sin atender al estado lastimoso del enfermo, le asigna la más pobre y estrecha celda que hay en el convento -no hay en ella más que una cama y un Cristo- y le obliga a asistir a los actos de comunidad. Un día que Fray Juan se excusa y no asiste al refectorio, el prior lo hace traer y le reprende ásperamente delante de todos.

La enfermedad se declara con toda su fuerza y cae postrado para no levantarse más. Es una erisipela que comenzó en el empeine del pie derecho, convertida ya en una inflamación virulenta que llaga en cinco heridas, en carne viva, al enfermo. Fray Juan no se queja nunca. Contempla, no sólo resignado sino confortado, las cinco llagas que, dice él, le recuerdan las de Nuestro Señor.

El cirujano, Ambrosio de Villarreal, se ve obligado a sajar la pierna. Sin calmante, la tijera va rasgando desde el talón hacia arriba por la espinilla: un jeme de largo, que estremece verlo -dice Fray Diego de Jesús, el enfermero que asiste la operación. Las curas son dolorosas. La carne, que tanto anheló ser sólo espíritu, se va deshaciendo en materia que mana en abundancia.

La enfermedad avanza y hay que comenzar a cauterizar a fuego las heridas. Parece que el alma que cantó La llama de amor viva se hubiese profetizado:

¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ÁOh toque delicado
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!
Matando, muerte en vida la has trocado.

Amorosamente, había dicho Juan de la Cruz en su declaración tercera de La llama…: “Esta llama de amor es el espíritu de su esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumida y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida eterna».

Todo es virtud y fortaleza en la persona del santo. Quienes lo asisten -en especial el cirujano, que sabe lo fuerte del dolor que implica aquella enfermedad que va destruyendo los tejidos- se maravillan de su paciencia y dulzura para soportar las curas terribles, de la amorosidad con que atribuye a todo dolor una connotación de dicha espiritual, diciendo que es poco padecer por su Señor Jesucristo y que todo sea muy enhorabuena. Su celda y su persona emanan un olor como de almizcle que tiene asombrados a cuantos le visitan. Igual sucede con los paños y las hilas del servicio de curas: un olor de perfume emana de ellas, según lo declaran María de Molina y Catalina e Inés de Salazar, encargadas del lavado de lencería. Comienzan a guardar las gasas como reliquias y se las dan a enfermos que, al colocarlas sobre sus cuerpos, sanan.

Cada cual procura agradarle de alguna manera. Una tarde en que se han quedado solos en el convento Fray Juan y Pedro de San José, pues todos los frailes acompañaban un entierro, sube éste a su celdilla y viéndole tan solo y dolido y sabiendo del grande deleite que sentía Juan de la Cruz por la música, le dice: “¿Padre, quiere que le traiga unos músicos para que se distraiga y aliente?». El enfermo le contesta que sí, si es cosa fácil traerlos. Llegan los músicos, niños, que comienzan a templar sus vihuelas e interpretar. Al rato, el enfermo llama a Fray Pedro y, como arrepentido de su complacencia consigo mismo, le pide por caridad que despida a los niños, que les de una merienda y les agradezca en mucho, pero no quiera yo aliviar -le dice- con deleite de música estos dolores que padezco, que yo quiero padecer estos regalos y mercedes que Dios me hace sin ningún alivio, por más merecer de ellos.

Los primeros días de diciembre ya no puede valerse. Las llagas y la debilidad le impiden hasta cambiar de postura. Para ayudarle ponen en el techo de la celda una soga gruesa que cae hasta la cama a fin de que, asiéndola, pueda incorporarse un poco. Casi no habla. Repite para sí jaculatorias y versículos de las Escrituras. “Más paciencia, más amor, más dolor” le escuchan repetir en voz muy baja. Desde el 6 de diciembre pregunta con frecuencia qué día es. El día 7, víspera de la Inmaculada Concepción, sufre una violenta subida de fiebre. El médico llama al Padre Alonso de la Madre de Dios y le comunica que Fray Juan se muere y conviene decírselo, mas que él no se atreve. Entra a la celda el Padre Alonso y le dice: “Padre Juan, dice el Señor Licenciado que vuestra reverencia se va acabando. Que ponga usted su alma en Dios». “¿Que me muero?», contesta el enfermo y juntando las manos sobre el pecho, dice con una gran alegría: “Laetatus sum in is quae dicta sunt mihi, in domum Domini ibimus».

El día 11, miércoles, ruega los óleos. Ha conservado el santo hasta ese momento un cartapacio con cartas y escritos personales bajo su almohada. Allí hay documentos relativos al proceso difamatorio que se cursa contra él. Cartas de sus discípulos. Poemas. Pide un candelabro y a su llama va entregando todos aquellos textos privados. Quema todo el legajo, hasta los sobrescritos.

El día 13, Fray Juan sabe que se va. Solicita que sea llamado el prior. Cuando lo tiene delante le pide perdón por las molestias ocasionadas al convento durante su enfermedad y le dice: “Padre nuestro, allí está el hábito de la Virgen que he traído a uso. Yo soy pobre y no tengo con qué enterrarme. Por amor de Dios, suplico a vuestra reverencia que me lo dé de limosna». Y le pide la bendición. El prior, compungido le pide a su vez perdón por lo poco que ha podido atenderle debido a la pobreza de la casa. Llora y de rodillas ante la cama del enfermo le pide su breviario como recuerdo, a lo que San Juan le dice que no tiene cosa propia que dar, que todo suyo es por ser su prelado. Recibe la extramaunción y besa los pies de su crucifijo. Sólo se le escucha murmurar oraciones. Desde la noche pregunta insistentemente qué hora es. Cuando le dicen que son las diez, pide a los religiosos que se retiren a descansar. Vuelve a preguntar la hora: son las once y media. Pide llamar a los padres. Entran en la celda los religiosos con candiles encendidos que van colgando en la pared. El enfermo se incorpora, asiéndose de la soga que prende del techo y les dice: ¿»Quieren que digamos el Salmo De Profundis, que estoy muy valiente»?” Lo recitan: un versículo Juan y otro la comunidad. Luego el Miserere y el In Te Domine, speravi. En oración, Fray Francisco, donado que está a la cabecera, cree ver un globo luminoso que comienza en el techo de la celdilla y llega hasta los pies del enfermo, anulando la claridad de las veinte luces de candiles que hay en la habitación.

Pregunta con insistencia la hora. Se supo después a través del Padre Alonso de la Madre de Dios, que Juan de la Cruz, la víspera de la Inmaculada, ocho días antes, supo por revelación de la Virgen, a la cual adoraba con devoción pura, el día y la hora de su muerte. Le refirió lo que la Divina Señora le confío: “Bendita Señora, que en su día, sábado, quiere parta de esta vida».

Pide el Santísimo para adorarle y despedirse con jaculatorias que emocionan, hasta las lágrimas, a todos los religiosos, diciendo: “Ya, Señor, no os tengo que volver a ver con los ojos mortales».

“¿Qué hora es?», insiste. Le dicen que casi son las doce.

“A esa hora estaré yo delante de Dios Nuestro Señor diciendo maitines». Todos comienzan a buscar los breviarios las recomendaciones del alma. Juan lo advierte y les pide que se aquieten. Exhorta a todos a guardar la Regla y a la obedeciencia a los superiores. El prior comienza a recitarle las recomendaciones del alma. Juan, dulcemente, le dice: “Padre, dígame usted del Cantar de los Cantares, que eso otro no es menester». Le leen textos del Cantar de los Cantares. Tiene los ojos cerrados y murmura con arrobo: “Ay, qué preciosas margaritas».

El Padre Alonso le dice que a punto son las doce, comienzo de sábado, día en que se gana la indulgencia sabatina de la Virgen del Carmen. El santo sonríe y les ruega: “Vayan con Dios y recojánse, que es hora de cerrar el convento. Y esta noche tengo que ir a cantar maitines al cielo».

Las campanas de la Iglesia del Salvador están dando las doce. Comienza el sábado 14 de diciembre de 1591. No hay congojas ni contorsiones de agonía. Paz y alegría en el rostro le iluminan. Huele a rosas en su celda. Luminosidad le circunda.

“¿A qué tañen?», pregunta al oír resonar las campanadas finales. Cuando le dicen “A Maitines” exclama gozoso: Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir.

Fuentes:
* Manuscrito de Ubeda, 
Archivo de los Carmelitas Descalzos.
* Vida de San Juan de la Cruz, Crisógono de Jesús
Sacramentado Carmelita Descalzo, BAC
María Isabel Novillo. Poeta

Carmen Cristina Wolf

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