Entretenimiento

Iván Loscher: Sexo, bótox y rock & roll

Por Andreína Itriago

“¿Eso es un Blackberry?”, me preguntó Iván Loscher, mientras me preparaba para dar inicio a una entrevista, a mediados de diciembre de 2008. “Es un Blackberry wannabe”, le dije, sin prestar mucha atención. No le interesó saber qué había querido decir con eso, pero mantenía la mirada fija sobre el aparato que invadía la mesa de su estudio de grabación: un Nokia con ínfulas de Blackberry.

“Todo el mundo me dice que me compre uno pero yo no quiero. No me imagino prestándole atención a los mensajes y mucho menos a los e-mails. Yo soy un analfabeta electrónico”, confesó.

Dejé de hurgar mi cartera, levanté la mirada y lo observé: llevaba puesta una franela gris ajustada, jeans rotos y desteñidos, un cinturón con la hebilla del logo de los Rolling Stones, y zapatos Converse. Era, además, la voz de la Megaestación, una emisora de y para jóvenes. Y no sólo eso, se trataba del locutor que siempre está al tanto de las vanguardias musicales. Pero no tenía el celular que estaba de moda para la época. No le interesaba.

En el estudio había algunos cuadros de arte moderno, un muñeco del vocalista de The Doors, un carro de Meteoro, un adorno con la palabra LOVE y muchos discos. Pero de todo eso, la colección musical era lo único que le pertenecía. Lo demás era de David Rondón, uno de los integrantes de su generación de relevo en la radio. “Él graba aquí a veces”, explicó Loscher. Este joven era el responsable del toque moderno de su estudio de grabación. De no ser por él, cualquiera hubiera pensado que se trataba del estudio de César Miguel Rondón, quien este miércoles tuvo el penoso deber de informar la muerte de quien consideró un hermano.

Entrevista de Andreína Intriago a Ivan Loscher

Pero para el momento de nuestra entrevista, por allá por 2008, en la computadora estaba sentado un técnico de audio acomodando un material que Loscher había grabado. Su inconfundible voz, con ese timbre tan fuera de lo común, fue el soundtrack de nuestra conversación.

—¿Le gusta su voz? —pregunté, aprovechando que él también la estaba escuchando.
—Es irremediable que me guste, yo pago mis deudas con ella —respondió.
—Pero, ¿se escucha? —insistí.
—No soy fanático de oír mi programa. Si prendo la radio y está al aire, lo oigo un rato a ver si hubo algún error, o una canción que no debí poner, pero lo hago con juicio crítico, nunca por un afán narcisista— aseguró.

Siempre quiso ser locutor. Siempre fue su pasión. “Desde que tenía 13 años grababa programas imaginarios en casa, casi que a diario”, me dijo entonces. Pero como no tenía estudios universitarios se dedicó a un oficio que poco tenía que ver con la locución: repartir quesos.

Estaba resignado a vivir en un camión, a ser “un fracasado”, hasta que en 1968 su suerte cambió. Uno de sus amigos conocía al dueño de la recién formada Radio Capital, y gracias a ese contacto obtuvo un espacio en la emisora a las 11:00 pm, en el que ponía la música que ningún otro locutor se atrevía a poner: Jimmy Hendrix, Pink Floyd y otros. Pronto el programa empezó a gustar y lo pasaron para el día.

Casi al mismo tiempo irrumpió en el mundo de la escritura, aunque no logró el mismo impacto. “Tenía una novia cuyo padre le decía que yo era un fracasado porque vendía quesos, le decía que yo no tenía garras. Entonces, el primer cuento que escribí era sobre un tipo al que le empezaban a crecer las uñas, un cuento muy de (Julio) Cortázar, pero malo”, admitió. Sin embargo, Otrova Gomas y Luis Brito García le dieron la oportunidad de publicarlo en una revista de humor del Movimiento al Socialismo.

El despertador de Loscher estaba programado para sonar a las 4:30 am. O al menos así había sido hasta 2008, año en que se desarrolló nuestra entrevista, muchos antes de los accidentes cardiovasculares y el tratamiento en Cuba. A esa hora, mientras muchos aún dormían, comenzaba su jornada. Pero no era sino hasta las 7:00 am cuando se paraba de la cama y se preparaba para salir. Entretanto, leía algunos libros y escuchaba el programa matutino de César Miguel Rondón.

“Luego pienso si vale la pena levantarme o quedarme allí para siempre y no hacer más nada”, dijo entonces, y agregó que optaba por la primera opción. A las 7:30 am, aproximadamente, ya estaba en su estudio de grabación revisando las pautas del día, grabando y respondiendo e-mails.

—¿Te molesta si fumo? —me preguntó a media mañana.
—No —le dije, y él encendió un cigarrillo.
—¿Fuma mucho? —le pregunté.
—Algo, pero no lo aspiro. Es una cosa estúpida pero me quedé con la gestualidad. Mi generación tipifica la hombría a partir de aquello que aprendió de la gestualidad cinematográfica: nuestros héroes fumaban y nosotros empezamos a fumar desde los 13 años —respondió entre jalones.

Era el primer cigarrillo del día pero no sería el último. Todavía le faltaban muchas horas para culminar su jornada, y muchos cigarrillos por fumar y no aspirar. Entre 2:00 pm y 4:00 pm transmitiría su programa de radio, después iría al gimnasio una hora, luego visitaría a sus hijos (uno de 15 y una de 13, para entonces, hoy ya no son adolescentes) y, para finalizar, vería una película solo en casa antes de acostarse, a las 10:00 pm. “Muy aburrido todo, muy rutinario”, decía entonces.

Entrevista de Andreína Intriago a Ivan Loscher

Cualquier cosa podía fallar en su agenda menos la visita a sus hijos. “Son lo primordial en mi vida”, reconoció. Los fines de semana se los dedicaba, entonces, enteramente a ellos. “Tienen pasiones y los apoyo. Hablamos mucho, intento comprenderlos. Antes los padres eran los que detentaban el saber y se lo enseñaban a los hijos, ya no, ahora son los hijos los que nos enseñan las cosas”, afirmó.

El trabajo ocupba a un segundo lugar en su jerarquía. “Soy muy responsable con lo que hago y me gusta”. Y dentro de su trabajo, la música era lo más importante. “Todos vivimos del soundtrack. Cada quien tiene una banda sonora de su existencia y la música, por lo regular, amén de los olores, es lo que de inmediato más nos retrotrae a una época específica. Tengo 40 años viviendo de música”, y asegura que ahí radica su principal virtud, en la constancia: estuvo casi 50 años haciendo lo mismo.

Le gustaba mantenerse al día con lo que estaba pasando. Le llamaba la atención escuchar cosas nuevas. Pero no le gustaba el reggaetón. Prefería, en cambio, grupos como MGMT y Hocus Pocus.

Y si hay algo que tampoco le gustaba, contrario a lo que muchos podían pensar, era la vida nocturna: “De vez en cuando salgo, pero cuando estoy con alguien. Si no estoy interesado en alguna dama en particular, me quedo en la casa, ¿para qué voy a salir? Me parecen deprimentes esos tipos que salen a tratar de enganchar, son patéticos. Y más patéticos aún cuando ya tienen cierta edad porque lo que pareces es un viejo verde tonto, y como a mi me gustan las muchachas jóvenes es peor aún”.

—Y usted, ¿no se considera un viejo verde? — le pregunté, aprovechando que había traído el tema a colación.
—No, aunque una vez, no hace mucho, salí con una muchacha jovencita. Me pasé—, dijo entre risas.

Esa sangre fresca que lo rodeaba, su look retro, sus gustos musicales y hasta su trabajo fueron pruebas fehacientes de que era una persona que insistía en desafiar el paso del tiempo y recuperar lo que por ley de vida había perdido. Confesó, por allá por 2008, que tenía un “miedo terrible” a envejecer aunque, contrario a la famosa leyenda nórdica del Fausto, no le vendía el alma al diablo sino a los cirujanos.

Su rostro evidenciaba las huellas del bótox, pero él aseguraba que estaba reconciliado con su edad: “Irremediablemente tenemos que envejecer. Lo único que podemos hacer es tratar de envejecer noblemente, luchar contra los signos evidentes de la vejez. No digo hacernos operaciones sino tratar de mantenernos, tanto corporal como psíquicamente, abiertos a intentar. No luchar contra eso sino hacerlo lo mejor posible.”

Paz a su alma.

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