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Santiago Brito, el inefable Pavo Relleno

Los chicos nos acostumbramos a verlo como un viajero ausente, un usuario anónimo de aquellos trenes en que sus pobres pasajeros, viajaban siempre tristes con la mirada perdida en la oscuridad de sus recuerdos. Un transeúnte ocasional, que en un parpadear aparecía y se desvanecía por las calles de San Felipe. A primera vista lucía desaliñado, con una barba rala y negra que le daba el aspecto de un hueso cubierto de inquietas hormigas. Vestía un enorme chaquetón mucho más grande que su corpulencia real, con pedazos de trapo y ropa vieja enrollados en torno a su cuerpo, a lo cual añadía algunos flejes de metal. Al dar una ojeada al personaje, su aspecto real era el de un pavo relleno, bien embutido de un abundante y suculento guiso, de manera que con toda franqueza su genotipo nunca pudo escapar a este apodo, con que lo bautizó la chiquillería de San Felipe a fines de los años cincuenta.

A su sobrenombre de “Pavo Relleno” respondía con ira -no lo aceptaba en absoluto- en consecuencia, cuando los muchachos se proponían a llamarlo por este remoquete, les quedaba claro que debían ponerse en guardia y protegerse detrás de árboles corpulentos, en zaguanes y debajo de los pretiles de las plazas públicas, pues Santiago les respondía a pedrada limpia: para lanzar piedras Pavo Relleno poseía un brazo solo comparable con un pitcher de las grandes ligas, en especial de aquellos que lanzan a más de 100 millas. Hacía recordar al más famoso de esa época: Bob Feller, de los Indios de Cleveland, a quien apodaban gracias a su gran velocidad “el meteoro de Iowa” (Feller es considerado como el lanzador de mayor velocidad en la historia de las grandes ligas, con lanzamientos registrados de 107 mph. Tiene también el record de más bases por bolas otorgadas y más jugadores golpeados, pues al parecer no controlaba esa gran velocidad). Era igual que Pavo Relleno en el manejo de una velocidad sin límites, en el primero a pedradas que todavía se recuerdan en el pueblo, en el segundo, con una bola de beisbol que dejó records mundiales. Página aparte, se supone que Santiago nunca fue un hombre bien alimentado, en razón de que vivía de la mendicidad, no obstante poseía fuerza y gran vitalidad, como lo demostraba a través de sus incesantes caminatas. Tenía un buen carácter, afable y bondadoso.

En efecto, Santiago Brito andaba errante de barrio en barrio, pateando con sus raídas alpargatas las calles empedradas de San Felipe, para descansar solía abrazarse a las viejas rejas que protegían las ventanas discretamente cerradas con romanillas. Pero, había algo que pavo relleno evitaba siempre: colocarse bajo los tendidos de cables de las redes de electricidad, según sus propias palabras cuando hacía esto le atacaba la “chiripiolca”, una parálisis total, que lo hacía caer en estado catatónico, así permanecía de pie durante largo rato hasta que algo misterioso, en lo más profundo de su ser, interrumpía ese imaginario fluido eléctrico responsable de su parálisis momentánea. En esto lo ayudaba mucho los flejes de metal que el mismo había enrollado en torno a su cuerpo, le hacían las veces de un cable a tierra para descargar sus frustraciones, angustias y por qué no, esos momentos en que su inteligencia no lograba comprender el papel que le había tocado desempeñar en su modesta y vacía vida.

En los años cincuenta, uno de los juegos en que la chiquillería de San Felipe transcurría su tiempo era “el juego de la cebolla” ¿En qué consistía? Un muchacho fuerte y corpulento se abrazaba a un poste de suministro de luz eléctrica, luego uno a uno, otros muchachos se colgaban de él, abrazándolo por la cintura, entonces otro muchacho, también muy fuerte trataba de romper los eslabones de esa cadena de chicos, se decía que esto era arrancar de raíces la cebolla. Pues bien, un día cualquiera, para matar el tiempo, un grupo de estas joyas de la adolescencia yaracuyana nos reunimos muy cerca de un robusto poste de luz ubicado en la 4ª Avenida, esquina de la Respetable Logia Tolerancia Nº 15. El más fuerte del grupo era Otto Ludewig, hijo de un alemán que tenía una herrería en el pueblo, era él quien se abrazaba del poste, luego le seguían: Raúl Rodríguez Garranchán (El Pelicano), Jorge Alcalá Palencia (Pipote de Miel), Oriol Elorza Garrido (Dedo Frio), José Tomas Azuaje (El Patojo), Amador Pifano Garrido (Turulato), Manuel Alcalá Palencia (Fundillo de Canoa), Cruz Ramón Galíndez (Cruz de Nadie), Tiberio Longobardi (Trompo Sereno), Hernani Camacho (El Tarta), Guido Petit Pifano (El Mayor Petit), Bartolomé Romero Tajan (El Chivo), Gerardo Gravina Rizzuti (El Culebro), Dámaso Mujica (Clitorito), Amedeucho Saturno (Caimán Parao), Miguel Ángel Baldó Rondón (Vituperio), Inocencio Garrido (Churro Negro), Mario José Pifano Camacho (El Perezo), Herbert Kreubel Palavicini (La Bruja), Rosalbo Bortone (La Guacharaca), Juan Reyes Moro (El Loco Reyes), Alberto Bortone Alcalá (El Joven), Guillermo Roldán (El Pollino), Froilán Domínguez Prado (Mano), Freddy Petit Pifano (El Profesor Escarabajo o mejor dicho Escarba-abajo) y pare de contar porque la lista es muy larga.

Cuando nos disponíamos a comenzar nuestro juego hizo acto de presencia mi primo Carmelo Pifano, el mayor genio del estado Yaracuy para hacer que todas las cosas salgan mal. En aquella ocasión, se hizo eco de una queja de Otto Ludewig: él decía que el poste de luz era demasiado grueso, en consecuencia no podía abrazarse firmemente en torno al poste, entonces Carmelo sugirió que era mejor que se agarrara a la ventana de la casa de enfrente, una vieja edificación que pertenecía a la Sra. Ascensión Elena de Longobardi. La otra sugerencia de Carmelo fue que se requirieran los servicios de Pavo Relleno para arrancar esa enorme cebolla de muchachos que se aprestaban a formar una inmensa cadena humana, asida con solidez a la ventana de la vieja casa. Pavo Relleno comenzó a dar grandes tirones, mientras resoplaba como una locomotora de vapor, cada uno de los eslabones de la cadena de muchachos resistía con firmeza, de pronto se escuchó un sonido ensordecedor, todos fuimos a parar al medio de la calle cubiertos de polvo. Pavo Relleno y todos nosotros, habíamos sacado de cuajo la ventana y media fachada del frontón de la casa. Desde el interior doña Ascensión Elena, sorprendida y estupefacta, contemplaba el inmenso hueco que comunicaba la sala principal de su casa con la vía pública. Esa misma tarde, la Sra. Longobardi visitó, uno a uno, a nuestros padres, para solicitar la reparación de su casa. El primero fue mi tío Vicente Pifano, dueño de la Farmacia Central y padre del genial autor de la brillante idea.

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