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Aquiles Nazoa

No recuerdo cuando supe por primera vez de Aquiles Nazoa (caraqueño y sanjuanero como yo), supongo que debió ser por alguna mención de su obra literaria en mi travesía por el Bachillerato -desde finales de los 50 hasta comienzos de los 60-, él en esa época ya formaba parte de la élite de poetas famosos de Venezuela, y junto a Andrés Eloy Blanco, tenía la particularidad de ser fácilmente entendido por cualquier lector, independientemente de su preparación académica o condición socio-económica, pues ambos tuvieron el extraordinario talento de poder expresar con absoluta sencillez los conceptos más hermosos y complicados. Con toda seguridad como liceísta me habré iniciado en la lectura de sus poemas, que aparecían publicados en diarios y revistas, además de la utilización de sus escritos en programas de radio y TV, siendo el suyo “Las cosas más sencillas”, por Televisora Nacional canal 5, el que más popularizó su imagen como ícono del quehacer humorístico en Venezuela. Lamentablemente, por una de esas sinrazones tan frecuentes en nuestra dinámica burocrática, las pocas cintas con registro de esos programas fueron borradas para re-grabar sobre ellas, algo insólito, rayano en la estupidez.

Pero llegué a conocerlo en persona a inicios de 1975, cuando Milagros Camejo y Yolanda “La Negra” Camacho, amigas suyas y mías, nos presentaron, luego de un evento cultural -patrocinado por la Universidad Centro Occidental Lisandro Alvarado (UCOLA entonces)-, en el que Aquiles participó. Aquella noche fuimos a una acogedora casita que Milagros tenía en El Manzano, área de montañas al sur de Barquisimeto, donde disfrutamos de una vista panorámica de la capital de Lara, y de una sabrosa conversación, la primigenia de muchas, y de otros eventos que ocurrirían a lo largo de más de un año, desde esa especial ocasión.

Me convertí en el Cicerón -extraoficial, voluntario y privilegiado- de Aquiles, en cada una de sus posteriores visitas a la ciudad crepuscular, lo que por supuesto me permitió conocerlo más, en su dimensión personal, más allá de lo que proyectaba en sus creaciones literarias, que ya dominaba yo mucho mejor que en mi época de liceísta. En una visita a mi casa, acompañado de La Negra y Milagros, aproveché para pedirle que autografiara mi ejemplar de su antología titulada “El ruiseñor de Catuche“, y se identificó -de su puño y letra- como Aquiles Camacho Nazoa (la tinta de ese bolígrafo no tenía la suficiente calidad para resistir el paso del tiempo, revisé hace pocos años el bromista autógrafo, y ya era casi imperceptible, pero lo esencial perdura en mi memoria). En otra visita a mi casa, al requerir Aquiles el baño le pedí que usara el del final del pasillo en la planta alta, más amplio que el de la planta baja, y en la ruta se hallaba mi mamá, en medio de ese pasillo, viendo TV en blanco y negro, en un viejo aparato Telefunken, recostada en su poltrona roja, y la presenté a nuestro visitante, quien le dio la mano haciendo una reverencia y pronunciando el clásico “encantado de conocerla”. Mientras él se dirigía al  baño, mi madre, sin decir una palabra -haciendo señas- se las arregló para identificarlo, imitando los gestos que le caracterizaban en la pantalla chica. Luego Aquiles cargó a mi primogénita, de pocos meses de nacida, y les tomé una foto a ambos (pero con una camarita Yashica, de las pequeñitas -de las que usaban en las películas de espías- y ni siquiera recuerdo si llevé a procesar ese negativo. Es una de las imágenes cuyo extravío más lamento). También recuerdo que tomamos fotos aquella noche en la casita de El Manzano, pero ni La Negra ni Milagros las pudieron ubicar, las veces que se las solicité, y ambas amigas ya nos dejaron (al final del 2016, y en agosto del 2017, respectivamente).

Tenía yo entonces una camioneta Wagoneer 71 (que compré en el 73), y con ella hice todos los traslados de Aquiles, desde y hacia el aeropuerto, hacia y desde el Hotel Yacambú, en la avenida Vargas de Barquisimeto, en cuyo angosto pasillo de entrada me esperaba sentado, y escribiendo sobre alguna servilleta, que luego -ya de copiloto- me mostraba, diciendo “¡escucha esto!” y leía entusiasmado, con estrofas inspiradas durante la espera. Tuve pues el privilegio de disfrutar de sus disertaciones formales, ante las audiencias en los eventos para los cuales había sido invitado como el ameno charlista que encantaba a personas de todas las edades y posiciones,  pero también conocí aspectos de su personalidad, que seguramente sólo tuvieron a su alcance pocos y muy cercanos allegados.

Por razones que nunca me explicó, rechazaba a Juan Vicente Torrealba y a Hugo Blanco. Como no me hizo saber sus motivos, hasta el día de hoy ignoro si detestaba la música o los autores, pero varias veces demostró su específica y rara aversión, al escuchar cualquier pieza creada por alguno de ellos. En una ocasión lo llevé a cenar a un pequeño restaurant italiano ubicado en la avenida 20 de Barquisimeto (hace añales que desapareció, creo que se llamaba “San Remo”, su mesonero era cabezón y lento, la comida muy buena), y apenas teníamos minutos sentados cuando comenzó a sonar por los altoparlantes del local, una pieza instrumental del famoso ritmo “Orquídea”. De inmediato Aquiles frunció el ceño, se paró y me ordenó ¡ Vámonos !, y caminó de prisa hacia la salida. Otro día, en la sala de mi casa, puse a sonar una cinta con música variada, y en mal tono me increpó: ¿vamos a conversar o a oír música?. Me comentó una vez que en el diario El Nacional estaba vetado, por la ojeriza personal que le tenía Miguel Otero Silva, el mandamás del periódico. Me aseguró que por ello no había espacio para sus escritos en aquel prestigioso diario impreso.

En oportunidad de dictar una charla, invitado por la Escuela de Administración y Contaduría de la hoy UCLA, la actividad tuvo lugar en una pequeña aula en planta baja, junto al hermoso Auditorio Ambrosio Oropeza (diagonal al edificio del Rectorado, que antes fue un Hotel, en plena carrera 19). Sentí vergüenza ajena al ver la poca asistencia al evento, menos de una docena de personas en una Universidad con miles de estudiantes, ningún docente asistió), y cuando Aquiles terminó su amena y fluida narración, se puso a la orden para responder las inquietudes que el tema motivara en los pocos presentes. Se hizo obvio que aquella audiencia no iba a intervenir y -más con la intención de romper el hielo y la timidez de aquel grupito-, me atreví a formularle una pregunta (probablemente fustigado por el diablillo que llevamos dentro) y le dije: ¿Cuál es su opinión sobre Miguel Otero Silva?. Aquiles me fulminó con una mirada que expresaba su disgusto por mi inapropiada utilización de su confidencia, pero como debía dar alguna respuesta, sin dejar de acribillarme con su evidente molestia, dijo cortante; “Simplemente, Miguel Otero Silva, cuando quiere llorar, no llora”.

En otra ocasión no quiso acompañarme a un Concierto, también auspiciado por la UCOLA, del “Grupo Coral Rafael Suárez” (que por errada deducción pensé que sería liderado por el famoso integrante del Cuarteto Contrapunto. Un pariente de Manuel Antonio Carreño -el autor del Manual de Urbanidad que orientó los modales de los venezolanos la segunda mitad del siglo 19 y la primera del 20-, con quien coincidía en el foso del Auditórium, porque ambos grabábamos el sonido del evento semanal, compartía la equivocada deducción, y al enterarnos de que se trataba de un grupo organizado por una desconocida Directora y Profesora de Música, con vecinos de la Urb. Simón Rodríguez de Caracas, eso redujo nuestras expectativas. La primera mitad del concierto nos deslumbró con la calidad de sus interpretaciones, y después del intermedio, tomé el micrófono y confesé mi prejuicio inicial y la elevada valoración que merecía esa Coral, tanto por su excelente actuación como por el mérito de superar los obstáculos del humilde contexto en el que se produjo esa valiosa iniciativa. Al día siguiente, al contarle a Aquiles, reconoció que debió ir al concierto, y me acompañó al Gran Hotel Barquisimeto a darles una palabra de aliento al grupo y su directora, haciendo referencia a los prejuicios que antecedieron a su magnífica presentación.

Su última charla en Barquisimeto, fue en una sala con pendiente del Pedagógico del oeste (me consta que una colega la grabó, pero me ha sido imposible obtener una copia de esa joya). Para resumir lo esencial de su planteamiento; Aquiles describió la actitud de la gente común en un museo, por lo general dicen no entender el arte moderno, lo abstracto, lo cubista. Pero en contraste, Aquiles señalaba que esa misma gente en una iglesia no mostraba esa incomprensión, mientras a él se le hacía difícil, cuando no imposible, entender las figuras religiosas; Un niño Jesús enorme y cargado sin esfuerzo por la virgen, un Jesús con el corazón afuera y en el medio del pecho -cuando la anatomía lo ubica adentro y más a la izquierda-.  Santos y vírgenes sobre nubes, seres iguales a los humanos pero con alas.

La Semana Santa de 1976, con mi madre, mi esposa y nuestra primogénita, en retribución por sus atenciones cuando visité Lima, en 1973, llevamos a Marta Gamboa a conocer la costa de Carabobo, luego los llanos y Andes. Ya regresando de Cúcuta y San Cristóbal, escuchamos por la radio la triste noticia del accidente y fallecimiento del gran Aquiles (en similar accidente y la misma ARC, la autopista regional del centro, que une a Caracas con Valencia, donde perdieron sus vidas otros dos invalorables personajes: César Girón, en octubre del 71, y el jesuita-economista Manuel Pernaut, en diciembre del 76 (de quien también fui Cicerón en Lara. En una charla, para hacer referencia a la inflación de entonces -microscópica comparada con la actual-, narró que al oír el elevado precio del aguacate, preguntó ¿”con pepa o sin pepa”?. Me obsequió su obra en dos tomos, autografiada así: “para que te ayude a redimir a Venezuela”).

Aquiles Nazoa se nos fue cuando le faltaban 22 días para cumplir 56 años, y duele pensar en la brillante obra que habría producido, aumentando su muy valioso legado, de haber disfrutado de la esperanza de vida que nos corresponde según la estadística demográfica. Por fortuna nos dejó a su hijo Claudio, dedicado a cultivar en la misma parcela de la Cultura en la que su padre sembró, el espacio del humorismo fino y trascendente, la escritura con genuina sensibilidad social y compromiso democrático, el honesto conuco sin malas hierbas ni doble moral.

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