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Bogotá contada

Tenía una vieja invitación para ser parte del programa Bogotá Contada, que organizan la Feria Internacional del Libro, el Instituto Distrital de las Artes, la Cámara Colombiana del Libro, y el Ayuntamiento de la ciudad. La idea es quedarse diez días, ver, oír y tocar, hablar con todo el mundo, y luego escribir una crónica sobre algún tema de la visita, que aún no he definido. Al fin pude cumplirla, y ha sido una breve temporada de experiencias espléndidas.

La primera de ellas es que una ciudad está formada por capas, como en la pintura, y que buscar como separarlas, y entrar en su realidad cotidiana, puede tomar toda una vida, sin haber logrado raspar más que la primera capa. Las ciudades crecen, cambian, se esconden, se transmutan, se te escapan, y cuando la vez de cerca  no es más que un espejismo. Imágenes cambiantes que una linterna mágica te va ofreciendo a través de la historia.

Vine a Bogotá la primera vez allá por el año 1965, cuando trabajaba en Costa Rica para el Consejo Superior Universitario Centroamericano como funcionario novato, y debía discutir un convenio de cooperación académica no recuerdo en qué campo con las autoridades de la Universidad de los Andes. Mi recuerdo va a dar al campus de esa universidad recién surgida en una hondonada de intenso verdor, y a la figura de Antonio Montaña, que me dijeron daba clases allí, y me llevaron entonces a un aula donde él recogía sus papeles, terminada la clase. Me obsequió entonces su hermoso libro de cuentos Cuando termine la lluvia, y nunca volví a saber de él hasta ahora que alguien me dice que ha muerto.

Una visión nueva y extraña la de una ciudad del altiplano andino, donde la gente andaba por las calles de gruesos abrigos largos y sombreros de fieltro, los vendedores de la lotería de Cundinamarca asediaban a los viandantes, los ladrones huían cargando las cajas registradoras de los almacenes, y gracias al tipo de cambio enloquecido, se podían comprar barato las esmeraldas, los trajes de casimir en las sastrerías elegantes, o una pila de libros en la inmensa librería Bucholz, como yo le hice con todos los tomos en cuarto mayor de En busca del tiempo perdido, traducción de Pedro Salinas.

Bogotá en los años sesenta, si uno ve las fotos, se parecía aún a aquella que fue estremecida por el “bogotazo”, cuando las multitudes enardecidas desataron la violencia en las calles tras el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, hará ahora 70 años. Mario Jursich, quien me acompaña en la mesa en una de mis comparecencias sobre creación literaria, me cuenta del descubrimiento de un verdadero tesoro: decenas de fotografías inéditas sobre aquellos sucesos, tomadas por Luis Alberto Gaitán, conocido como “Lunga”, quien trabajaba para Jornada, periódico partidario de Jorge Eliécer, y era, además, músico y campeón de maratones, muerto en 1998.

Con motivo del aniversario del “bogotazo”, el Fondo de Cultura Económica va a publicar, bajo el cuidado de Mario, un libro de estas fotografías de “Lunga”, que incluirá una de las más famosas de aquel día: la multitud que arrastra por la carrera séptima, en dirección al palacio de Nariño, el cadáver de Juan Roa Sierra, el supuesto autor del disparo mortal contra Gaitán, un hecho aún hoy oscuro que prendió en llamas no solo a la capital, sino a la historia de Colombia por décadas.

Como también me toca otra jornada en el Gimnasio Moderno, una de las instituciones educativas laicas de mayor prestigio en la ciudad, su rector, el doctor Victor Alberto Gómez, me recuerda que a esos recintos se trasladaron las sesiones de la IX Conferencia Panamericana desde el Capitolio Nacional cuando estalló el “bogotazo”, pues el Gimnasio se hallaba entonces en lo que eran las afueras de la ciudad. Allí, mientras crepitaba el fuego y sonaban los balazos en el centro de Bogotá, se creó la OEA, en los inicios de la guerra fría, cuando los gobiernos americanos cerraron filas alrededor de Estados Unidos, cuya delegación la presidía el general Marshall, encargado de la reconstrucción de Europa.

Habían pasado menos de veinte años desde el “bogotazo” la primera vez que desembarqué en el aeropuerto El Dorado, y Bogotá era no sólo la misma que había vivido aquellos días trágicos, sino también, yendo más atrás, la ciudad lúgubre de lluvias persistentes cercada por el tañido de las campanas que Gabriel García Márquez describe en Cien años de soledad. Y él estuvo allí ese 9 de abril, y presenció los hechos, como también estuvo por aparte Fidel Castro, muy joven aún, quien había llegado para entrevistarse con Gaitán.

En 1965 me había hospedado en el hotel Panamericano, en la calle 15, y allí mismo regresé más de una década después, en septiembre de 1977, cuando iba en busca de García Márquez, a quien encontré en los estudios de la RTI porque el director Jorge Alí Triana estaba filmando una serie de televisión basada en La mala hora, y Gabo la supervisaba de cerca. Fue entonces cuando nos conocimos.

Yo llegaba a proponerle que fuera a convencer al presidente Carlos Andrés Pérez que diera reconocimiento diplomático al gobierno provisional que el mes siguiente instalaríamos en algún lugar de Nicaragua liberado por la guerrilla sandinista. Le dije que teníamos más de mil combatientes listos, y me creyó, entusiasta conspirador que era, al punto que al día siguiente tomó un avión  a Caracas, dispuesto a cumplir con la encomienda.

El gobierno no se instaló entonces, porque la operación militar fracasó, pero sí menos de dos años después. Luego, ya la revolución triunfante, y él huésped oficial en Nicaragua, me reclamaría mi exageración de entonces, porque llegó a averiguar que no eran ni sesenta los combatientes. Un reclamo injusto, le respondí, viniendo de él, el rey de las exageraciones.

Tengo mucho que contar de Bogotá, que tanto ha cambiado, en mi crónica para Bogotá contada.

 

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