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Como los mangos…

Carolina Jaimes Branger

Adoro la época de mangos. Para mí no existe fruta más deliciosa sobre la faz de la tierra. Cuando era una niña y estaba de vacaciones, comía mangos durante todo el día. En mi casa había de muchos tipos: de bocado, de hilacha, de almíbar, mangas… cada uno más delicioso que el otro. Tenía mis mañas para comerlos: primero los aporreaba contra el piso para ablandarlos, luego los mordía y les sacaba un tajito en la parte de arriba, chupaba el jugo y al final comía la pulpa hasta dejar la semilla blanca. Era como un ritual. Cuando hacían jalea de mango me sentía trasladada a otro mundo. Y si la servían con queso blanco, como si comiera un manjar de los dioses.

Los mangos para los venezolanos son algo tan nuestro que no podemos concebir nuestras vidas sin ellos. Estoy segura de que si nos pusiéramos a hacer una lista de los elementos icónicos de la venezolanidad, la mayoría de los venezolanos incluiría los mangos. Pero la realidad es que esa fruta maravillosa que consideramos tan venezolana, no es tal. El mango es originario del noroeste de la India y del norte de Birmania, no es como la papa o el maíz, que son americanos. Y llegó a Venezuela hace no tanto tiempo como quizás muchos creen: gastrónomos e historiadores como Armando Scannone y Germán Carrera Damas aseguran que Bolívar, por ejemplo, jamás vio un mango en su vida, aunque nos lo podamos imaginar en su ingenio de San Mateo atiborrándose de mangos. Debo añadir que contrario a esta idea (que acogió García Márquez cuando escribió “El general en su laberinto”) un acucioso estudio de Carlos Alarico Gómez basado en estudios previos del investigador Pablo Ojer, establece que Fermín de Sancinenea trajo semillas de mangos de Ceilán en 1789 y los entregó a hacendados en Angostura. Ciertamente, los mangos llegaron para quedarse y ahora son tan venezolanos como la hallaca o las arepas.

Lo mismo que sucede con los mangos, sucede con las personas. Cuando llegan a un sitio que les agrada, echan raíces, se afianzan, crecen y dan frutos. Lo menciono porque cada vez escucho más venezolanos diciéndoles a extranjeros que viven aquí “que se vayan para su tierra”. La última vez fue hace un par de semanas, cuando con ocasión del Giro d´Italia organizado por la Embajada de ese país en Venezuela, visitamos las edificaciones de la Avenida Victoria. En tres lugares distintos donde nos detuvimos, personas muy agresivas nos gritaron –porque creían que éramos italianos- que nos devolviéramos para nuestro país.

La xenofobia, los nacionalismos, las religiones, los fanatismos de cualquier índole han sido, son y serán las causas de los mayores conflictos humanos. Venezuela ha sido un país de brazos abiertos. Este infame retroceso, donde no sé quién inventó el concepto de los “venezolanos de verdad” ha traído y puede traer muchísimos problemas.

¡Si ésta es su tierra, nuestra tierra, la tierra de todos! ¡El que ellos –que sí tienen un país para dónde devolverse- hayan decidido quedarse aquí en estos momentos de nuestra historia es algo que hay que agradecer! A los venezolanos no nos gusta cuando sabemos que en otros países no nos quieren, por la razón que sea. Entonces, ¿por qué hacerles lo mismo a los que nacieron en otras latitudes y escogieron el nuestro como su país? Nosotros no escogimos ser venezolanos, ellos sí. Eso es más meritorio: entre todos los países del mundo, esos amigos venezolanos por elección escogieron al nuestro para echar raíces, afianzarse y tener hijos. Y siempre están allí, siempre fuertes, siempre dando frutos, siempre nobles, siempre nuestros, como los mangos…

@cjaimesb

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