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Crónicas de una crisis

Heisy Mejías

Después de luchar con unos cuantos tobitos de agua y la poca ropa limpia que queda, caminé bajo el sol a ver si éste calentaba mi piel que se engallinaba del frío. Ese era mi pretexto para no gastar el efectivo que tenía en un pasaje que me llevaría a cuatro cuadras, donde queda el metro. Al entrar allí, con dirección a Propatria, ya sentía más calor del que quería. El reloj del señor del lado marcaba las once, muy tarde para hacer las compras del mercado. ‘Estación Pérez Bonalde’ dijo una voz automática. Salió un riachuelo de gente al cabo que se peleaban por subir en la escalera, bajo el ritmo de una cancioncita en honor a la campaña presidencial: Uh Ah Maduro ganará…

Salí exhausta, ninguna escalera eléctrica funciona y alguien dice: Es política de Estado, todos debemos estar flacos, la obesidad trae muchas enfermedades y la ironía continuó hasta que finalizaron aquellos 50 y tantos escalones.

La gente estaba multiplicada. Por doquier habían huesos y carne, sucio y sudor, heces y orine. Se podía pensar que si existía el diablo, aquí residía, contrabandeando cualquier cosa vendible e intercambiable.

Descubrí que la crisis no dañó todos los mercados, existe uno en paulatino crecimiento, las ventas de segunda pasaron de una docena de vendedores a toda una cuadra de mercaderes de lo usado. Ropa, zapatos y repuestos que se mezclan con otras baratijas están a la orden bajo el inclemente sol.

El camino cambia su color. A medida que avanzo, la calle no sólo se dividió por su estructura, también por su producto de comercialización. Ahora la comida estaba servida. Un kg de harina para arepas costaba 70 mil y el arroz 100 mil, la pasta dental 100 mil y los pañales los vendían por unidades, todo en efectivo por supuesto. Entre aquel bullicio escuché:

– ¿Aceptas dólares?

– ¿Cuánto?

– Uno.

-No, entonces no

Una mujer gritó:

-¡Viene operativo!

Y acto seguido todos buscaron de esconder su mercancía. Aceleré mi paso, en las noticias veré qué pasó.

Hice mi primer recorrido, aquí me convierto en una investigadora. Pienso: explora la zona, busca los precios y compara. Al final, compraré donde el bolsillo me lo permita. La estética de los alimentos quedó atrás; el mercado se convirtió en una suerte de balancear proteínas, carbohidratos y vegetales, no importa cuáles. Entro a las carnicerías, algunas están vacías y otras bien surtidas. Ni pregunto por el pollo o la carne, ya sé que no puedo comprarlas; el kilo de ambas oscila entre los 300 y 600 mil bs. A mi familia nos toca comer otros cortes según nuestro escueto salario de 797.510,41 bolívares mensuales. Interpelo al carnicero – ¿A cuánto el hígado? -330 -¿El hueso ahumado? -380 ¿Y cómo tienes la lengua? -Caliente y picante y se echó a reír. Costaba unos 280. Seguí mi paso, quizás los granos estaban más económicos, sólo vi garbanzos en 240 y lo más barato de las pescaderías estaba en 200 mil. Las pepitonas ya no podían ser compradas. Tampoco vi patas de pollo u otros cortes destinados a la sub-prole.

No era temporada de sardinas, que esas sí eran las verdaderas salvadoras de la Patria. Cuánto le debemos a ese pescadito en estos 4 difíciles años. El omega 3 casi nos llega gratis, pero sorpresivamente, las conseguí en 45 mil por kilo. Se imaginarán la cola, los puntos colapsados y el dinero en efectivo escaseado. Dos horas y obtuve 4 kg, eso fue lo que pude comprar.

De camino a casa no pude identificar qué sentía. No sabía si era desdichada por no poder comprar todo lo que quería o si me encontraba alegre al ganar la batalla semanal de esta “guerra económica”, quién sabe quién la estará haciendo. Divido mis kilos para varios días. Ya sé qué preparar para variar el sabor. No compré todos los aliños que quería, la cebolla en 120 mil, el ají lo mismo, el monte en 40 mil y el que llegó a casa triunfante, fue un poco de cubito y ajo en polvo que ayudaría a falta de todo lo demás.

Cayó la noche, comimos las respectivas sardinas con arroz mexicano de mala calidad y yuca para terminar de llenar el buche. Luego soñé que hacía un mercado grandísimo, sin miramientos profundos de precios y con cualquier variedad de productos. Dicen que eso hace el cerebro para mantener la mente tranquila y así ando, comprando poco y soñando mucho.

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