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Cuando el hambre llega al consultorio

Tenía una mirada dispersa y una palidez aciaga y mortuoria. Llegó al hospital arrastrando los pies, huyendo del delirio de sus propios quebrantos. A pesar de la rigurosidad con la cual llevaba el orden de las citas, el médico le hizo un gesto a la secretaria para que le hiciese pasar de inmediato, mientras los demás pacientes yacían petrificados, desconcertados por el asombro. El hombre llevaba el rostro distorsionado, cuya edad se confundía por la delgadez extrema y las fachas de pánico. Con una lentitud incierta de tener una sobrecarga de padecimientos, entró al despacho del galeno y se sentó como pudo, con el cuidado de quien teme romper la fragilidad del entorno. Inmediatamente el doctor le tomó la tensión, la cual halló sumamente elevada, así como entrecortadas las respiraciones.

«Dígame lo que siente, sin excluir nada», demandó el médico de inmediato, como queriendo conocer lo irreparable. El hombre posó la mano sobre su frente marchita, con el fervor de una confusión sorpresiva.

—El mundo se me pone borroso. Ya no soy el mismo. Mi vida ha cambiado y sólo tengo un terrible desvanecimiento. Mi esposa e hijos están igual, pero sólo yo he tenido la valentía de buscar una solución a esta enfermedad. La verdad es que a veces pasamos días enteros sin comer. Tengo 40 años y parezco un ejemplo despiadado de un holocausto particular. Sólo gano salario mínimo. Lo que percibo en la quincena no me permite comprar cuatro kilos de carne. Mis hijos pequeños también sienten desmayos…

El médico lo detuvo con el ademán comprensivo de la pesadumbre, levantando la mano mientras trataba de poner la conciencia en orden. «Casos como el de usted me llegan a diario. Su enfermedad es social. Se encuentra famélico, deshidratado y está propenso a más afecciones y trastornos», dijo con firmeza, haciendo una inspiración profunda. «Probablemente sea hipertenso, pero los medicamentos son difíciles de conseguir y de tener la suerte de encontrarlos, no tendrá la capacidad monetaria para adquirirlos».

—¿Qué debo hacer? —inquirió el hombre con débil acento —. He perdido más de 30 kilos en un año. A mi esposa la despidieron del trabajo en enero, pues la empresa no tenía cómo pagarle. Me quito la comida de la boca, para dársela a mis niños. Pero ellos también adelgazan y no entienden que no tengo para proporcionarles más, ni para poder reparar el televisor que se dañó hace tres meses o regalarles algún dulce.

El médico sabía de las excesivas necesidades de sus enfermos. Tan dolorosas, recurrentes e intrincadas, que sólo atinaba a señalarles con desconsuelo, que estudió para ser un especialista consciente, no un mago que escandaliza e ilusiona con sus ficciones asombrosas.

«La vida es una caja de peculiaridades y nunca es inalterable. Las catástrofes no son eternas. El peligro es acostumbrarse a ellas. La solución se encuentra en nuestras propias determinaciones, acompañadas de una fe incuestionable en lo designios celestiales. Nadie nos puede obligar a ser infelices, cuando los cambios sucesivos dependen de nuestras decisiones categóricas y de una notable unión de convicciones», esgrimió el facultativo con lentitud, sin el claro convencimiento que el consternado hombre le estuviese comprendiendo.

Si la consulta efectuada por la Fundación para el Desarrollo Integral del Docente reveló que 94 por ciento de los venezolanos no consiguen los alimentos requeridos, sólo el 34 por ciento efectúan las tres comidas y la canasta básica sobrepasa los 750 mil bolívares, las proyecciones de mayores aflicciones para los nacidos en esta patria compungida continuarán, a menos que nos asalte el entendimiento y no un atracador, para darle pronta solución al descalabro.

@Joseluis5571

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