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Cuando los malos son más que los buenos…

Desde mucho antes de que una de las arpías diera los resultados en la noche del domingo 10, ya estaba fija en mi mente una cuarteta que algún español inventó hace más de diez siglos: “Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos, / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos”.  Porque algo parecido es lo que nos está sucediendo a quienes creemos de veras en la democracia y en que aquí no habrá progreso ni paz mientras sean las primeras minorías quienes obtengan el poder.  Cada vez, nos ganan con menos votos.  Pero que son contados.  Que es lo que ha estado sucediendo en Venezuela desde hace mucho tiempo.  Es la demoscopia la que se ha encargado de probarnos que quienes se abstienen —porque ingenuamente creen que su voto no hace falta, por flojera, o por lo que sea—, si hubiesen ido a sufragar, le hubiesen volteado la tortilla al entonces ganador.

Y que fue lo que sucedió recientemente.  El triunfo rojo estaba cantado.  Porque, aparte de la ausencia de muchos opositores, este es un régimen que no se para en tiquismiquis para asegurarse los sillones y las curules que necesitan para seguir robando.  El abanico de “iniciativas” para asegurarse el triunfo recorría desde las amenazas nada veladas hechas desde la presidencia, de que quienes no voten (rojo, por supuesto) no van a recibir las famosas CLAP; pasando por el descarado discurso partidista de quien, con uniforme “patriota” y en mala hora, detenta (empleo bien el verbo) el MinPoPoDef y exige a los oficiales con mando que “supervisen” la votación de sus subalternos; por la decisión (que ya se ha hecho rutinaria) del CNE de, por un lado, mudar hacia lugares inhóspitos y lejanos los centros de votación donde los opositores son mayoría y, en contubernio con el Plan República, prolongar el horario de votación cuando ya ha terminado el lapso y no hay personas en la cola; y llegando hasta los consabidos truquitos locales de mandar a las bandas armadas —que dizque son “colectivos” pero que cobran en efectivo por alguna de las numerosas partidas secretas— para hostigar a los votantes y candidatos opositores.

Pero—en lo que parece ser el síndrome del muchacho que es llorón y el aya que lo pellizca— la misma dirigencia opositora se dedicó a tirotear a la unidad que es esencial para ganar.  Dijeron que en las elecciones de gobernadores había que votar, pero que en las de alcaldes no.  Porque este CNE no es confiable. Pero que las próximas presidenciales, sí hay que votar porque las mismas “honorables damas” se van a portar bien en esa ocasión.  El propio serrucho: pa’llá y pa’cá.

Por mi parte, sin importar lo que pregone la dirigencia política, yo estoy contento de haber cumplido con lo que, en lo personal, considero un deber (aunque la Constitución diga que es solo un derecho).  Sigo creyendo que el sufragio es esencial a la vida ciudadana.  Quizá es porque yo comencé tarde a ejercitarlo: mi primer voto lo emití a los cincuenta años.  Porque en esos tiempos, los militares éramos en verdad “apolíticos y no deliberantes”, para usar las palabras de la Constitución del 61, y no podíamos ejercer el derecho a votar sino cuando pasábamos al retiro.  Es que, digan lo que digan, en lo que llaman “la Cuarta”, las instituciones eran más serias que las actuales, que no pasan de ser una parranda partidaria, corrupta y genuflexa.  Aquí evolucionamos de votar por colores a escoger a nuestros representantes por nombre y apellido; aquí, si algún mandatario quería buscar su reelección, debía separarse 120 días antes de su cargo.  Pero desde el comienzo del siglo, vamos para atrás: volvimos a la escogencia por siglas y colores, los mangantes emiten su voto (por sí mismos, of course) estando en el ejercicio del poder y empleando a su favor todas las ventajas que este confiere.

En todo caso, y porque las cosas pueden ser perfectibles, miro esperanzado el momento en el cual se reestablezca la unidad —con una dirigencia y un actuar muy diferentes de los que la llevaron al fondo del zanjón— y esta decida por primarias, preferiblemente, al único candidato que ha de enfrentar al ilegítimo el año que viene.  Y que su triunfo nos lleve a una reforma de la Constitución —como debe ser, no por la payasada de una constituyente cubana— que imponga la segunda vuelta para que los mandatarios provengan de verdad de una mayoría, y prohíba la reelección en la rama ejecutiva.  Para ponerlo con la frase con la que terminan las comunicaciones oficiales mexicanas: “Sufragio efectivo, no reelección”.

En fin, que sea verdad lo que, dándole la vuelta a la cuarteta del comienzo, escribió el padre de Jorge Manrique, don Rodrigo: “No suele vencer la muchedumbre de los moros al esfuerzo de los cristianos, cuando (estos) son buenos, aunque no (sean) tantos”.

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