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De la reconstrucción misma del Estado

La naturaleza adquirida hoy por el poder en Venezuela, guarda una astronómica distancia con la que tuvo –  apenas – décadas atrás. De un modo u otro, las dictaduras militares que nos asolaron en el XX, duras o blandas, estaban más que menos regladas, cuidando celosamente de sus apariencias.

Paradójicamente, el siglo XXI se ha hecho del olvido deliberado de nuestra experiencia histórica y la Fuerza Armada, la que alguna vez rechazó la invasión de Machurucuto, acepta complaciente esta suerte de protectorado cubano. Y el poder, menos que más reglado, expone tres facetas alarmantes, pues, por una parte, faltando a las mínimas y muy expresas normas constitucionales y legales, valiéndonos de la redundancia, no hay un presupuesto público que sea público,  ajeno a un necesario y convincente control; por otra, rompiendo con el principio del monopolio legal de la violencia, el hampa común exhibe sendas armas de guerra, sin que nadie explique  la presunta falla de los costosísimos satélites artificiales o equipos de radares para localizar un helicóptero militar al sur del país que, al parecer, está bajo control  – añadido el secuestro de la tripulación – de las fuerzas irregulares colombianas; y, luego, la propia Sala Constitucional del TSJ incurre en decisiones evidentemente inconstitucionales, relegada la más elemental noción del derecho exclusivamente a  estabilizar – o pretenderlo –  las relaciones internas de las camarillas de un poder tan brutal que incumple hasta con las boletas de excarcelación que expide a favor de los presos políticos trastocados en rehenes.

La población está sometida a una economía de guerra nunca declarada, con la escasez e inexistencia de alimentos, medicamentos y demás insumos básicos que se traduce en la (re) aparición de enfermedades, naturalmente agravadas, incluyendo la prematura e injusta muerte violenta de miles de venezolanos por año. Marcada una inaceptable segregación, el llamado Carnet de la Patria, toda una promesa infundada de supervivencia, equivale a una penosa recedulación del país que implica, mediante larga, densas y también arriesgadas colas, una movilización pasiva de castigo preventivo ante cualquier síntoma de inconformidad.

Caseríos, pueblos y ciudades, bajo el dominio de las mafias delincuenciales que pugnan y logran repartir sus espacios, añadidas las zonas bajo control de los tales colectivos armados, prestos al ejercicio del terrorismo – por delegación –  de Estado, confirman el desconocimiento de derechos constitucionales como el de propiedad, tránsito y el de la vida misma.  Además, con la histórica reclamación del Esequibo al garete, pendiente todavía el diferendo del Golfo de Venezuela,   desplegada la ecocida iniciativa del Arco Minero,  controladas extensas zonas por poderes de facto, o estimulada la masiva emigración, no habrá territorio para acudir a la cita con la globalización que, aún retrasada, llegará inevitablemente pidiendo una plataforma indispensable para su realización.

A los clásicos elementos existenciales del Estado, sumamos la propuesta de Peter Häberle sobre la cultura: deformada hasta la saciedad por un ultrarrentismo decididamente estimulado en los  últimos años, deriva en la sobrevivencia como el infeliz signo de identidad por excelencia. Y es que, a  la indispensable y útil perspectiva del Estado Constitucional,  la que nos orienta sobre su más urgente y debida reconstrucción,  nos permitimos constatar una crisis que  corroe ahora  sus propios elementos existenciales. Vale decir, el desafío reside en recobrar al Estado desde sus mismas bases existenciales para llamarlo, por lo menos, como tal.

@LuisBarraganJ

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