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Del encallejonamiento militar

Desocupadas tras vencer las insurrecciones de la década de los sesenta del XX, las Fuerzas Armadas Nacionales naturalmente reorientaron sus tareas. El Plan Andrés Bello marcó otro horizonte a una entidad que tendió a explicar los más variados  problemas concernientes a la seguridad y defensa en el marco del necesario desarrollo nacional, coincidiendo – entre los setenta y ochenta –  con la gravísima crisis estructural de nuestra economía, todavía criminalmente evadida.

Finalizando el siglo, perdimos el asomo de una efectiva sustitución de las importaciones, con las industrias pesadas de Guayana, por  ejemplo. En el repertorio de nuestras calamidades, agotada cada vez más la renta petrolera, severamente asediados por una gigantesca deuda externa, prendió la desconfianza galopante hacia la institucionalidad democrática.

Más allá del mesianismo que nos embargó, encarnado por Chávez Frías, como bien las circunstancias hubiesen favorecido a otro de los que subrepticia o abiertamente lidiaban la escena, la situación nos condujo a la corporación castrense como referente y estratega del desarrollo. Propios y extraños, críticos y condescendientes,  coincidieron en celebrarla como una opción más explícita que implícita, para solventar nuestros males sociales y económicos.

Además de aporte sólido y sistemático que ha realizado Luis Alberto Buttó, destacando un par de títulos imprescindibles como “Civiles y militares. Manual indispensable” (2015) y “!Disparen a la democracia!” (2017), nos permitimos citar dos muestras adicionales y contrastantes. Por una parte, conteste con su ulterior testimonio bibliográfico, aunque “Nuevo intervencionismo. La desmilitarización en el Continente” (1996) lo distrajo con un distinto timbre político, José Machillanda enfatizaba a la inteligente periodista Miriam Freilich que la guerra del Ejército de Venezuela era contra el hambre, la miseria, el desempleo, la falta de viviendas y, trascendiendo a “algunas experiencias tímidas y epileptoides”, debía unidades como las de ingeniería militar, comprometiendo al elemento militar con los planes de desarrollo (El Nacional, Caracas, 24/03/1990); por cierto, en fecha cercana, un reportaje no firmado, igualmente a propósito de la solicitud de reincorporación de Machilanda a las Fuerzas Armadas, publicado en el órgano periodístico del MAS, apuesta por la conversión de los efectivos y gastos militares en palanca productiva para el desarrollo, como mano de obra barata y disciplinada (Punto, Caracas, 29/03/90).

Más tarde, por otra parte, el entonces ministro de la Defensa, Raúl Salazar, le aseguró al sagaz periodista Javier Ignacio Mayorca, el retiro “en 90%” del Proyecto Bolívar 2000 que lo concebía como un estímulo a la industria privada para la generación de empleos que, gracias a un préstamo del FMI, sería conducido por diferentes organizaciones sociales (El Nacional, 28/02/99).  Consabido, el referido proyecto  alcanzó una asombrosa ramificación tal que afectó la naturaleza misma de la corporación y comprometió fabulosos recursos de una cuantía y un destino real todavía imprecisos; valga la acotación, el ministro desconocía la intención presidencial en la materia, o procuraba neutralizarla, aunque – en otro ámbito – la prensa de mediados de junio del citado año revela muy bien la conducta que asumió respecto a los inconstitucionales ascensos militares ordenados por el presidente de la República, marcando un precedente.

Nos parece, nada convincente  luce que la fracturación, confusión o dislocación de la actual Fuerza Armada Nacional se deba meramente a una suerte de infección mesiánica procurada por las sobredimensionadas habilidades de Chávez Frías, además, influenciado por sendos procesos como el de la llamada revolución peruana. Ésta, una vulgar, caricaturizada y duradera sugestión del joven cadete al que no podía pedírsele una acabada reflexión, diferente a las materias que cursaba; y, si fuere el caso, por más expuesto que estuviese a una cierta formación política e ideológica, otros líderes civiles a una edad semejante tienen mejor testimonio que dar de sus tempranas impresiones. Por lo demás,  independientemente de la opinión que el caso merezca, por  la calidad de los golpistas peruanos de 1968 , hay una distancia académica y política  considerable  en relación a los golpistas venezolanos de 1992, tal como inferimos de un valioso ensayo de Manuel Urriza (“Perú: cuando los militares se van”, 1978).

Infección aparte, por no citar el papel que juega bajo la supuesta conducción de Maduro Moros, la FANB no debe ni puede encarar   definitivamente el desafío del desarrollo nacional, pues se debe estelarmente a una misión muy concreta en el sector defensa. Por pretenderlo, no sólo de llena de funciones y genera intereses que la desnaturalizan, en el campo petrolero y gasífero, como en otras áreas, sino que no garantiza siquiera la integridad territorial, ocupando las fuerzas irregulares y delincuenciales grandes extensiones del país, sobre todo limítrofes, obviando las torpezas en las que se ha incurrido con el Esequibo: ella no está para responder al colapso del modelo petrolero, convirtiéndose en dinamizadora de la economía nacional a la vez que no logra recuperar un helicóptero militar perdido desde hace meses, encallejonándola moralmente.

@LuisBarraganJ

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