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Dispersar las lágrimas

Que la situación de Venezuela es gravísima no es novedad. De malita, ha pasado a enferma terminal. Un país que requiere unidad de cuidados intensivos. Sin control político, sin resolución económica, la coyuntura es, sin lugar a dudas, un río revuelto. Y no porque sea oportunidad para pescadores, sino porque en los remolinos que tiene ese río se mezclan todos los sentimientos, dudas, complejidades sociales y políticas, una historia un tanto acomplejada reinterpretada por la revolución bolivariana, en fin, un proceso que, se mire por donde se mire, es verdaderamente lamentable.

Las imágenes de formación tortuga de los opositores esperando los disparos de los múltiples tipos de municiones de la Guardia Nacional Bolivariana, el armamentismo desplegado por pobladores dispuestos a defender sus gentilicios, ha puesto sobre la mesa que la guerra cívico-militar está sobre el territorio venezolano.

La oposición, por su lado, mantiene claro su objetivo: ir a las elecciones para salvaguardar el hilo constitucional y, de esa manera, despedir al dictador y su camarilla de facinerosos. El gobierno de Maduro quiere cambiar a como dé lugar la constitución para así mantenerse en el poder y, de alguna manera, obstaculizar los avances que, dentro de la democracia, quiere hacer la oposición.

El caso es que el mundo entero suspira de preocupación por Venezuela. Sustracción de pasaportes a periodistas y políticos, disparos contra edificios, heridos, muertos, arrestados, prisioneros. Ese es el saldo diario que deja el chavismo en las páginas de los periódicos. Esa es la cuenta que se lleva en libretas de la justicia internacional. Un suma y sigue que pareciera no tener fin.

Además de los venezolanos detenidos, torturados, están aquellos que, sin estar en ninguna de las condiciones anteriores, viven a diario la necesidad de hacer colas por un poco de comida o esa medicina para mantenerse lo más sanos posibles. Pérdida de peso, enfermedades dermatológicas, necesidades perentorias que, bajo la humareda lacrimógena se dispersan porque las noticias de los caídos son mucho más espectaculares que el hambre.

Nicolás Maduro se vanagloria de los éxitos de una revolución que solamente está en la mente desdibujada de sus noches de ensoñación. Aquella que Chávez les hizo creer posible y que, con los ingresos faraónicos del petróleo, casi se logra con esa actitud de que todo es posible con el dinero del Estado.

Las cosas cambiaron. Llegó el tiempo de las vacas flacas y de las papas duras. Los años de abundancia se quedan en el portarretrato del recuerdo, mientras los de la escasez son tan patentes como las costillas que cada día se hacen más visibles.

Maduro hace muecas de pronunciación frente a los micrófonos. Da lecciones de un civismo bañado de la salsa caribeña, danzarín patético a lo Nerón, ignorante y negligente de mucho cuidado, que cree que con el discurso soberano es capaz de hacer rendirse a las fuerzas que le vienen de fuera y que, desde dentro le presionan como si de un furúnculo se tratase. Se sabe perdido y no sabe cómo huir. Si lo hace hacia delante, la justicia internacional le espera. Y, si se repliega y se entrega, igualmente los crímenes de lesa humanidad son una lista tatuada que cualquier juez le leerá el día menos pensado.

Si de la oposición se trata, cada líder pretende hacerse merecer. Posicionarse como el abanderado de una sociedad que ha llegado al hartazgo, dispuesta a todo, a morir si es necesario con tal de dejar un resquicio de esperanza a los que vienen detrás. Ya ni aquellas consignas de mujeres y niños primero son válidas. Solo niños primero y mejor, si los dejamos en la retaguardia porque ellos serán los herederos de aquello que podamos dejarles hoy.

Las consignas de lucha, de los civiles opositores en formación tortuga con sus escudos caseros y sus cascos de paila, frente al armamento sofisticado de la Guardia Nacional Bolivariana, recorren las portadas de los medios de comunicación del mundo entero. Pero, son ellos, los ciudadanos arriesgados y entregados a la lucha los que a diario buscan dispersar las lágrimas de sus rostros para que la furia que deja en sus corazones la opresión dictatorial, siga viva hasta ver salir un día, más pronto que tarde, al oprobio encabezado de Nicolás Maduro.

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