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El Islam-mismo

Con la extensión del terrorismo yihadista al seno de las sociedades occidentales, particularmente en Europa, sale cada vez más a relucir el miedo al miedo, entendiendo el origen etimológico de la palabra fobia. Así, lo que primero se apresuran a advertir los líderes políticos afectados es que no cunda la “islamofobia”, o sea, el odio y miedo irracional contra los musulmanes. Lo llamativo del caso es que generalmente realizan estas declaraciones justo después de atentados judeófobos (ataques a colegios hebreos, sinagogas, supermercados kosher o cualquier otro sitio de reunión distintivo), sin que en el continente se haya producido ninguna víctima mortal por islamofobia en los últimos 20 años.

Es decir, sus palabras van orientadas a pacificar a la comunidad de la que surgieron los agresores. Sería como si ante una oleada de crímenes de género contra mujeres, los políticos priorizaran la protección y respeto de los hombres. Nadie confunde la condena del machismo asesino con una discriminación masculina. Pero sí se habla (y mucho) de “islamofobia” cuando se refieren al legítimo, natural y positivo miedo al terror. En realidad, como comentan algunos expertos, la islamofobia no existe, ya que las fobias son miedos irracionales e infundados. Sirva de ejemplo la homofobia: el hecho de que alguien sea homosexual no supone amenaza alguna para los demás; o, en la xenofobia, el haber nacido en otro país; o en la judeofobia, practicar otra religión (incluso una sin ninguna aspiración “evangelizadora” que compita con la fe mayoritaria).

La sociedad actual no teme al Islam, sino al islamismo, a la interpretación radical del Corán, su ley (sharía) y su precepto evangelizador (yihad). Por lo tanto, no se trataría de una “fobia” sino de un miedo justificado al terrorismo y la crueldad (ejemplificada en los famosos vídeos de decapitaciones), del mismo modo que el miedo a saltar de un avión en vuelo es racional, como lo es meterse en una jaula de víboras venenosas: no se trata ni de acrofobia ni de ofidiofobia. Las sociedades occidentales no sienten odio al Islam mismo, sino miedo al islamismo. Ni siquiera en sociedades tan castigadas por esta última lacra como Israel (que la sufre desde hace décadas bajo los nombres de Hamás y Hezbolá) la islamofobia es un fenómeno significativo. Sirva de ejemplo que, después de 48 años de reunificación de Jerusalén, la gestión de la Explanada de las Mezquitas (situada nada menos que en los terrenos donde estuvo el Templo de Salomón y su Sancta Santorum) sigue a cargo del Waqf, la autoridad musulmana (situada en Jordania) que controla los santos lugares de esa fe en la capital de Israel.

En cuanto a los islamistas, hay quienes proponen una falsa diferencia entre los moderados y los radicales, cuya frontera es la misma delgada línea que separa al “autor intelectual” del “autor material” de un atentado. El objetivo de ambos es obtener “respeto” por la fuerza, infundiendo terror como medida extrema del miedo, igual que los agresores y maltratadores de este mundo, a los que tenemos no sólo el derecho de temer y odiar, sino la obligación moral de erradicar con todas las armas a nuestro alcance, sin amedrentarnos y –mucho menos- convertirlos a ellos en las víctimas.

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