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El lenguaje de los economistas

Yo, tú, nosotros; pero nunca ellos. El economista le espeta al entrevistador: Si tú te pones a imprimir dinero inorgánico y a la vez destruyes el aparato productivo vas a tener un montón de dinero corriendo detrás de unos pocos productos. Aumentaste la demanda, disminuiste la oferta, ese es el disparo de partida para la carrera de precios.

Muy didáctico, pero no hay un solo interlocutor que detenga al economista respondiendo: Un momentico, yo no imprimo dinero, ni estoy destruyendo nada, ni dirijo la política monetaria de éste país.

El economista dice que nosotros nos bailamos un millón quinientos mil millones de dólares durante el boom petrolero; otro, más audaz, que nosotros le entregamos el  país a una banda de asaltantes, ahora tenemos que pagar las consecuencias.

Apenas una oyente llama a la radio para aclarar tímidamente que “nosotros” es mucha gente y que ella no se ha bailado nada, serán los del gobierno los que bailaron y siguen bailando, según se exhiben en las  pantallas. Nadie se atreve a decir que sería mucho más plausible reconocer que la banda nos arrebató al país a mano armada.

Los argumentos de los economistas oscilan de la victimología a la responsabilidad colectiva, dos falacias que tienen como denominador común exculpar a los verdaderos responsables. Cargar la culpa del lado pasivo es descargar al activo, al que está perpetrando el hecho.

Esto nos conduce a la sospecha de si procuran comunicarse con la gente sencilla mediante ejemplos ilustrativos o si no será más bien que deliberada y conscientemente tratan de evitar represalias y censuras, sobre sí mismos o sobre los medios que les prestan audiencia.

Un profesor argentino replica a quien le reclama que declaró a una entrevistadora de TV exactamente lo contrario de lo conversado en privado que: “Sí, es verdad, pero te aseguro que yo voy a salir en el noticiero de esta noche y tú no”.

Oyendo en la radio las declaraciones de un economista que después de un diagnóstico  de la situación actual del país concluye, a la pregunta de qué podemos hacer, diciendo: “Hay que sentarse con el gobierno a conversar, para que rectifique”, etcétera, de pronto se produjo un gran clamor en el carro: “¡Eso es como pedirle a un psicópata que no sea psicópata!”

Pero si un niño puede darse cuenta, ¿cómo no, profesionales informados y competentes? Este incidente doméstico conduce a una interesante discusión: Si dicen la verdad pueden ir  presos, que suspendan el programa, cierren la radio o simplemente no los inviten más; o bien dicen tonterías con la esperanza de que al menos algo del mensaje saldrá al aire, aunque conlleve un costo en credibilidad imposible de estimar.

Es casi un lugar común decir que el lenguaje construye la realidad, pero también la destruye; con las palabras se revela, pero también se encubre; asimismo se repite que la primera víctima de la tiranía es el lenguaje, al punto que la forma oficial de expresión se denuncia como una “neolengua”.

El lenguaje de los economistas es omnicomprensivo y exculpador, opera con totalidades abstractas e irresponsables, puesta en marcha, la fatalidad económica es absoluta e inescapable.

Su variante de la responsabilidad objetiva es la del que no pudo prever o no supo defenderse.

El modelo fracasado

Otro leitmotiv de los economistas es la diatriba contra el modelo fracasado, que ni es modelo ni ha fracasado. Ciertamente, para los no-economistas un modelo es un tipo ideal, algo digno de ser imitado. Como mínimo debe tener la suficiente coherencia como para ser reproducible. Desde este punto de vista algo improvisado, desatinado o absurdo no puede ser un modelo para nada ni para nadie.

Si unos haciendo disparates ganan poder, dinero, fama, ponen en fuga a enemigos muy superiores en número y fuerza, no puede decirse que hayan fracasado, al contrario, bien podría decirse que han tenido éxito porque logran lo que se proponen.

Es un error común evaluar el desempeño de comunistas y socialistas tomando como referencia sus discursos exteriores, esto es, lo que dicen para la galería, su propaganda; no lo que fraguan en los comités del partido, en cenáculos internos, lo que serían sus verdaderos propósitos que no pueden ni siquiera confesarse en público, incluyendo sus proyectos personalísimos.

Por supuesto, si se considera que los socialistas quieren la emancipación de la clase  trabajadora, la justicia social, un reparto equitativo de la riqueza, la igualdad y un larguísimo etcétera y luego se observan los resultados de sus políticas que son exactamente lo contrario, si alguien creyó aquellas supercherías y no en los resultados reales, puede concluir: “Ah, han fracasado”.

Pero, ¿por qué han fracasado? Entonces viene la lista: porque han reducido el parque industrial a la mitad; destruyeron la agricultura con la confiscación de tierras productivas; arruinan al comercio volatilizando las mayores fuentes de empleo; se robaron los recursos públicos en corrupción y otro largo etcétera.

Ahora bien, ¿qué pasa si se considera que eso es precisamente lo que querían? Destruir a la industria privada; confiscar a los terratenientes a quienes consideran explotadores de los pobres campesinos; acabar con el comercio, porque tienen a la mercancía como pecado original y a la sociedad de consumo como su Sodoma y Gomorra.

Esto en cuanto a los fanáticos ideologizados, pero si se incluyen los arribistas cuyo único móvil es aprovechar la oportunidad para enriquecerse con el saqueo a costa de lo que sea, entonces, estos sí que no son modelos ni han fracasado en absoluto.

Los que fracasaron fueron los que creyeron en el sistema y ahorraron, los que se pasaron la vida poniendo su dinero en fideicomisos, los que financiaron fondos de retiro, para que el régimen con su política inflacionaria asaltara sus cuentas para dilapidarlas en misiones.

Frente al asistencialismo cuartelario de Chávez y compañía, la impresión de dinero doblemente inorgánico porque no tiene respaldo en oro, divisas, ni en ningún músculo productivo y además se le reparte a personas sin contraprestación alguna, poniendo a millones a chupar del sistema sin poner nada, ¿por qué nadie preguntó?: Y esto, ¿quién lo va a pagar?

La cuestión es lo gratuito. En verdad, la gratuidad es una falacia tanto más notoria cuanto difundida. El caballo de batalla de la socialdemocracia precisamente en los rubros en que la gente común está más dispuesta a gastar y de hecho gasta más: educación y salud.

Pero la propaganda socialdemócrata difunde a los cuatro vientos desde hace siglos, sin que nadie la contradiga, que ellos van a dar a todo el mundo educación y asistencia médica gratuita. Ahora agregan también las viviendas; pero, cuando se ofrece algo gratuitamente la traducción tiene que ser “lo va a pagar otro no el que lo recibe”, o el Estado, que es un mediador entre el que recibe y el que paga al final de la cadena.

Ahora bien, ¿sería posible la confiscación de la mayoría y la riqueza súbita e inusitada de la nomenklatura sin la destrucción de todas las instituciones y del país en general? No, en absoluto. En un país con Instituciones es imposible lograr lo que han hecho en Venezuela en los últimos diecisiete años.

Por esto los nacionalsocialistas alemanes y los comunistas soviéticos celebraban la guerra como una bendición, porque sin ella, sin la abolición práctica de toda garantía legal, les hubiera sido imposible realizar los proyectos que tenían antes de provocar las hostilidades que les brindarían  contexto y justificación a sus atrocidades.

En verdad, en las mismas concepciones originarias nacionalsocialistas y comunistas ya estaba la idea de aniquilar las razas inferiores y las clases moribundas según las ideologías respectivas. La guerra simplemente presta el marco oportuno y conveniente para la realización de sus profecías que presentan como designios de la Naturaleza o de la Historia, que para ellos son potencias universales e invencibles a las que todos estamos sometidos, querámoslo o no.

La justificación preferida de los criminales masivos es presentar sus decisiones políticas como si fueran fatalidades naturales o históricas, sea por la selección de las especies o la lucha de clases.

Los demás son parásitos oportunistas que, como corresponde a su naturaleza o a su historia, se alimentan de los despojos.

Desmontando la guerra económica

Por guerra económica se entiende el tratamiento de la población civil no combatiente de la potencia enemiga durante una guerra convencional; también acciones hostiles no militares, previas, simultáneas o posteriores a las acciones bélicas propiamente dichas.

Estos conceptos no son aplicables a Venezuela que no se encuentra en ningún conflicto externo; pero que tampoco se encuentra, al menos formalmente, en un estado de guerra interna, por más que haya confiscación e incautación de alimentos, vehículos, inmuebles y otros bienes, por fuerzas no siempre uniformadas ni identificadas como combatientes.

Un hecho ilustrativo es la campaña de propaganda del régimen con la que trata de darle alguna plausibilidad a su poco creíble slogan de la “guerra económica” y en la que pretende desgranar el concepto para darle algún contenido real.

Las propagandas serían cómicas sino fueran insultantes: un sujeto explica que si una industria en lugar de producir diez embases de un litro de shampoo produce sólo uno de diez litros, está haciendo guerra económica; otro, que si se opta por producir dentífrico en lugar de jabón se está conspirando contra la revolución, contra el pueblo, etcétera.

Dejando de lado que en el país no haya envases de plástico, ni de vidrio, porque el régimen expropió a la Owens Illinois, ni materias primas importadas por lo que la especialización que denuncian es más bien impuesta por el régimen, lo que resulta chocante a primera vista es: ¿Por qué carajo se meten en eso?

Si una empresa tiene éxito o fracasa es problema de sus directivos, propietarios o accionistas; la orientación de la producción depende del target a que se dirige, si peluquerías, amas de casa o señoritas; la especialización se atiene a costos y beneficios, a todas estas: ¿Qué tienen que ver los militares, que son los que deberían ocuparse de la guerra, con el jabón de tocador?

La cuestión de fondo es cómo se convence a un comunista de que no se meta en algo, si ellos tienen que ver con todo. Este es otro punto en que no se distinguen de los socialdemócratas. Para ellos la producción es un hecho social, por tanto, todo lo que tenga que ver con industria, comercio, consumo se traduce en tierra, trabajo, capital, luego, cae bajo su dominio absoluto.

La idea de un único sistema económico en cada país e incluso global, es totalitaria en sí misma. Hace desaparecer al individuo, a toda iniciativa individual y a los intereses individuales, a favor de algo que podríamos llamar por comodidad la “economía de servicio público” según la cual toda actividad que pueda definirse como económica es a la vez de interés social y de allí a convertirse en actividad política no hay ni un paso.

Hoy, para conseguir un caucho o una bolsa de leche en polvo hay que tener poder o contactos con el poder, así, el abastecimiento se ha convertido en un problema político: la política se tragó a la economía.

Como para los comunistas la política es guerra tanto como la guerra es política, dependiendo del instrumental y si hay o no derramamiento de sangre, se ve claro que la “guerra económica” es un presupuesto ideológico, un prejuicio y no una constatación que se deriva de los hechos.

Los economistas no hacen crítica de la guerra económica, como no se ocupan de la economía del crimen que le acompaña. No se necesita ser uno de los 60 economistas para advertir que el crimen organizado tiene un móvil económico, aunque nadie calcule el impacto de la apropiación de bienes mediante la violencia o la amenaza, es decir, por medios extraeconómicos.

A pesar de que este procedimiento introduce una desconcertante distorsión en el presupuesto básico del cálculo económico que es el intercambio. Aquí se enfrentan quienes se descapitalizan abruptamente sin posibilidad de recuperación y sin incentivo para hacerlo y quienes adquieren bienes sin contraprestación alguna.

En Venezuela, mientras desaparecen empresas, cada vez son más los que se asocian para perpetrar actividades delictivas que superan a quienes lo hacen para generar honestamente bienes y servicios obligados a sortear todo tipo de obstáculos impuestos por el Estado. Los cálculos más conservadores estiman dieciocho mil bandas operativas, la mayoría organizada y armada por o con la connivencia del régimen.

Los economistas, sus gremios e incluso la Academia hacen recomendaciones tan sensatas y racionales como inútiles: ninguno advierte que este régimen es profundamente irracional y antiutilitario. ¿Qué racionalidad permite comprender que se alíen con Cuba para hacer la guerra a EEUU, qué utilidad que maldigan a Israel mientras celebran tratados con Palestina, un Estado económicamente inviable que antes de nacer ya vive de la beneficencia pública internacional?

Si la primera víctima del totalitarismo es el lenguaje, la última debe ser la economía.

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