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El Reino Unido y el peso de la historia

En 1967 el general De Gaulle vetó el ingreso del Reino Unido a la entonces llamada Comunidad Económica Europea (CEE). Lo hizo en el transcurso de una rueda de prensa, en la cual expuso algunos interesantes y agudos puntos de vista acerca de ciertas peculiaridades de la historia y modo de ser británicos. De Gaulle concluyó afirmando que la Gran Bretaña “posee, en todas sus manifestaciones, hábitos y tradiciones muy propios y originales”, que en su opinión le distanciaban de sus vecinos continentales y complicaban su participación en el denominado “proyecto europeo”.

De Gaulle tenía razón en no poca medida, y desde luego no se refería a costumbres inglesas como la afición al té con galletas, la cerveza tibia, los sándwiches de pepino, la jardinería y el cricket. De Gaulle tuvo en mente rasgos de otra envergadura, que sin duda han distinguido por siglos de manera muy enfática a los habitantes de las islas británicas. Y que quede claro que no lo indico para decretar una presunta superioridad o inferioridad con relación a otros pueblos. No es tal el punto de estas notas.

Unos años más tarde, en 1973, el Reino Unido ingresó finalmente a la CEE o Mercado Común (ahora Unión Europea), y este paso fue ratificado en un referendo en 1975, mediante el cual una clara mayoría de 67% de electores optó por ratificar la pertenencia británica dentro del creciente bloque económico y comercial que se constituía en Europa.

Me encontraba en ese tiempo en Inglaterra, donde llegué a estudiar por primera vez en 1971. Seguí con interés los debates en torno a la integración del Reino en el marco de las estructuras europeas del momento, y caí en cuenta de una realidad que continúa casi sin cambios, más de cuatro décadas más tarde. Los británicos en general admiten que la integración económica europea es positiva, pero a la vez –y con sobradas razones– rechazan el empeño de crear un superestado europeo dirigido desde Bruselas y Estrasburgo, que necesariamente implica un radical sacrificio de la independencia y soberanía de los países miembros en función de una estructura política supranacional, tan utópica como peligrosa.

Personas de criterio amplio y buena voluntad critican a los británicos, y a los ingleses en particular, por lo que perciben como una actitud egoísta y parroquial. En tal sentido señalaría lo siguiente: en primer término, todos los países que hoy integran la Unión Europea lo hacen pues perciben que ello les rinde beneficios, y que los mismos superan los posibles aspectos negativos de su participación. No se trata de una competencia de altruismo o de una obra de caridad. En segundo lugar, en sus elementos fundamentales, la membresía del Reino Unido ha sido positiva para la Unión Europea, tanto en lo económico como en lo que tiene que ver con la defensa y la solidez geopolítica de Europa.

Ahora bien, en tercer lugar, si bien es cierto que los británicos han mantenido su moneda propia, salvándose con ello de las incesantes tormentas del euro, y no son parte de la denominada “área Schengen” para la circulación libre de personas, es innegable que buen número de ciudadanos del Reino Unido siguen observando con sospecha y repudio la gradual subordinación de su soberanía, sus instituciones y sus leyes a los dictados de una Unión que jamás ha querido limitarse a sus meras bases económicas, sino que continuamente pugna por transformarse en algo más, es decir, en una unión política con un gobierno central.

Como lo sugirió De Gaulle en su momento, existen razones geográficas, históricas, de temperamento y tradición para que los británicos, quizás más que otros pueblos, marquen distancia con relación al “proyecto europeo”. La cuestión geográfica es obvia, tiene su peso y desde luego enlaza con la condición insular del Reino Unido, que ha dado vida a su vocación marítima. Creo que Churchill dijo una vez que, puestos a escoger entre Europa y los océanos, los británicos siempre escogerían los océanos. Pero voy a focalizarme sobre la historia y el temperamento o, si se quiere, la actitud mental de los ingleses (sin menoscabo de galeses, escoceses e irlandeses, que tienen también sus peculiaridades, y en el caso de los escoceses mayor afinidad hacia la Unión Europea).

En este orden de ideas, leí en reciente edición del diario español El País un artículo que atacaba ferozmente lo que el autor calificaba como “pérfido independentismo” inglés. Sentí que ese texto revelaba inocultable resentimiento y envidia hacia Inglaterra, pero lo importante es recordar que tal apego a su independencia y su libertad es lo que llevó a los habitantes de esas islas a resistir y derrotar la Armada Invencible de Felipe II, a Napoleón, al kaiser Guillermo II y a Hitler, y en el camino preservar igualmente la libertad de Europa. Es verdad que los británicos, como lo apunta el historiador John Lukács (a no ser confundido con el filósofo marxista Georg Lukács), no ganaron por sí solos la Segunda Guerra Mundial, pues la victoria contra Hitler fue la hazaña de muchos, pero no la perdieron en esa coyuntura crucial del verano-otoño de 1940, cuando el Reino Unido, en palabras de Churchill, se halló solo frente al poderío nazi y el inminente riesgo de invasión. En esa hora clave fueron unos centenares de valerosos pilotos británicos, conduciendo sus famosos cazas de combate Spitfires y Hurricanes, los que salvaron a Europa y el mundo del terror de Hitler.

Resulta imposible entender a los británicos sin tener presente de manera muy estrecha su historia. Su autoimagen y sus posturas ente la vida y la política son producto de la misma. Y si bien un pueblo que solo vive de su historia puede condenarse a la parálisis, un pueblo que no se nutra de su historia puede condenarse a perder el alma. La autoimagen de los británicos y su orgullo nacional se enraízan precisamente en su lucha por la independencia y la libertad, y la noción moderna de libertad, sustentada en el gobierno limitado sumado a derechos inalienables del individuo, bajo el imperio de leyes iguales para todos, es un invento inglés.

A ello se añaden la democracia y la monarquía constitucional. De nuevo, esta última seguramente formaba parte de los “hábitos y tradiciones propios y originales” que De Gaulle tuvo en mente en su conferencia de prensa. No es necesario haber vivido en Inglaterra para entender de qué se trata esta institución y qué papel cumple, pero es útil. Cuando llegué, muy joven, a Londres, ya reinaba Elizabeth II, y sigue allí 45 años después. Hace un par de semanas los británicos celebraron con genuino fervor la fecha oficial de sus 90 años de edad. Dos o tres días antes conmemoraron a su vez los quinientos años –insisto, quinientos años– de la creación del servicio de correos o Royal Mail. Recordé que en mis tiempos de estudiante iba semanalmente a un buzón, cercano a mi vivienda, a introducir en el mismo una carta, con su obligatoria estampilla, dirigida a mis padres, hermano y hermana en Venezuela. Era un buzón de metal, pintado de rojo, y tenía las siglas ER, correspondientes al breve reinado de Eduardo, hijo de Victoria. El mismo buzón sigue allí, como pude comprobarlo no hace mucho. Y pueden encontrarse buzones similares estampados, por ejemplo, con las siglas de Victoria Regina, incólumes y cumpliendo su papel desde el siglo XIX.

Para los ciudadanos de países signados por permanentes convulsiones, revoluciones, tumultos y cambios constitucionales, no es fácil captar lo que significa una tradición de estabilidad política como la que han disfrutado los británicos, al menos desde las guerras civiles y el Protectorado de Cromwell el siglo XVII. Para un inglés es imposible comprender qué se quiere decir con eso de elaborar “un proyecto de país”, pues un país es el producto de su historia y su presente y no puede andar reinventándose mediante actos de prestidigitación.

El monarca británico no gobierna. Su papel es aconsejar, opinar en privado ante el primer ministro y advertir, si es el caso. Su papel es simbolizar la historia y la unidad nacional, y el fundamento de la institución se revela en esos buzones de correo estampados con siglas que en verdad señalan: “Esta carta llegará a su destino porque detrás de este buzón se encuentran una historia, una misión, y un compromiso”.

El rumbo de su existencia independiente, con un gobierno democráticamente legítimo, está detrás de la renuencia británica a formar parte de un proyecto europeo de carácter político. Y a la historia se suma el temperamento. Cada pueblo tiene el suyo. El de los ingleses en especial es práctico, sin contorsiones, apegado a los hechos y alimentado por sus tradiciones. La mejor forma de apreciar las diferencias entre el temperamento inglés y, por ejemplo, el francés y el alemán, es leer el Segundo tratado sobre el gobierno de Locke, el Contrato social de Rousseau y la Filosofía del derecho de Hegel. No digo que sean lecturas fáciles, pero el esfuerzo de realizarlas es muy revelador. Los ingleses no creen en utopías y construcciones políticas abstractas, sin sustento en largas y probadas tradiciones. La utopía política europeísta les parece un adefesio imaginado por mentes recalentadas.

El venidero mes de junio habrá otro referendo en el Reino Unido acerca de su permanencia o no en la Unión Europea. Mi impresión, y bien puedo equivocarme, es que los británicos votarán para quedarse, pero sin entusiasmo. La Unión Europea tiene problemas suficientes como para que los británicos le den, precisamente ahora, la puñalada decisiva. Y llama poderosamente la atención que la campaña realizada por los que desean que Gran Bretaña mantenga su membresía en el club es puramente negativa. Sus adversarios la califican de “proyecto miedo” (“project fear”). Atrás quedaron los exaltados llamados sobre la “identidad común”. Lo que Europa les dice a los británicos es que, si se van, algo así como el apocalipsis se desatará sobre sus islas. Nada más.

Lo que sí me atrevo a aseverar es esto: si los británicos permanecen en la Unión Europea, y esta última prosigue su camino hacia un supraestado, asfixiando cada día más las instituciones, leyes y tradiciones políticas inglesas, un nuevo Cromwell renacerá de sus cenizas, y no tardarán en rodar unas cuantas cabezas en la Torre de Londres (y esta vez no será la del monarca).

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