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El riesgo militar

Luis Betancourt Oteyza

«No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre»
Sultana Aixa, madre de Boabdil, último Rey de Granada

La tragedia de Venezuela por estos tiempos no requiere más descripciones ni ejemplos. Todos la conocemos y percibimos todos los días de nuestras vidas; cualquiera que sea nuestra profesión o actividad, tenemos algún amigo médico o enfermera que nos describe la horrible situación de hospitales o clínicas, de epidemias y enfermedades crónicas o agudas que no se pueden atender como en otros países por pobres que sean. En materia de salud, los venezolanos sufren un total abandono a su suerte. Lo mismo vemos en materia de alimentación, educación e inseguridad. A pesar del esfuerzo y sacrificio de algunos policías e investigadores, la población, sin distingo de clase económica o edad, se encuentra desamparada por un Estado que les debe protección. Hoy la nación es un ente fallido y no responde a sus ciudadanos.

Las fuerzas vivas, comenzando por sus iglesias, y en particular la católica Conferencia Episcopal Venezolana, su empresariado organizado, regional y nacional, las Academias, las fuerzas sindicalizadas libres, los gremios profesionales, las organizaciones estudiantiles de todas las universidades, y sus autoridades profesorales y académicas, parecen agotados en reclamos, exigencias y advertencias de un cambio de rumbo del país para evitar el colapso, no ya institucional, sino social y la disgregación de las regiones que conforman el todo nacional. Venezuela está en serio peligro de disolución como nación. No es exageración ni alarma sin fundamento.

Frente este angustiante panorama, las autoridades encargadas del funcionamiento del Estado no atienden las advertencias ni las señales que desde el país y el extranjero se envían; es más, parece no importarles los graves problemas que se señalan y se evidencian de los tercos hechos que sufre la población. En algunos casos se contentan con desmentirlos con desparpajo y cinismo, respondiendo que son exageraciones y campañas interesadas de algún enemigo interno o extranjero; los gobernantes no se sienten aludidos por la miseria y el abandono que sufren los ciudadanos, y hay la sospecha que más bien los inducen para estimular el éxodo escandaloso que recoge la prensa mundial; pareciera que se solazan por el mal provocado.

Todo el cuadro que intentamos describir sucintamente arriba, ha provocado la idea extrema de la necesidad de una intervención extranjera que auxilie a los ciudadanos de Venezuela, residentes y emigrados. Unos la llaman «humanitaria», portadora de alimentos y medicinas, otros de «fuerza» por lo fallido de nuestras instituciones y  fronteras, hoy pasto de delincuentes de toda ralea, pero en cualquiera de sus versiones será una vergüenza histórica para una nación orgullosa de su pasado y su origen libertario.

Es cierto que cualquier país víctima de un fenómeno telúrico merece la ayuda extranjera y eso no lo deshonrará, pero la realidad de Venezuela no es hoy comparable a casos como esos sino al de aquellos que resultaron devastados por guerras, como fueron los de la querida España, por su fratricida contienda civil de los años treinta, y Alemania y Japón por los horrores que causaron a ellos mismos y a la humanidad entera a mediados del siglo pasado. En el caso de España, la paz y reconstrucción quedó en manos de los militares triunfantes, que encabezaron una facción de su guerra civil; en las otras dos, Alemania y Japón, la reconstrucción de sus destruidos países quedó a cargo de las potencias democráticas que las liberaron de sus dementes opresores, causantes del horror mundial que significó la Segunda Guerra Mundial y la muerte de más de cincuenta millones de seres humanos, en su mayoría civiles inocentes como son hoy los venezolanos que sufren la bota del castro comunismo calzada en venezolanos traidores e invasores extranjeros.

Una de las consecuencias para Alemania y Japón fue la disolución de sus ejércitos, de sus fuerzas militares. Esas orgullosas maquinarias de guerra desaparecieron desde entonces y fueron sustituidas por «fuerzas de orden público» o de «defensa» puramente nominales, quedando sus soberanías nacionales al amparo de los países y ejércitos extranjeros. El mismo fenómeno ha ocurrido en otros países de nuestro hemisferio, como fue el caso de la guardia nacional de Manuel Antonio Noriega en Panamá o la de Anastasio Somoza en Nicaragua, sin haber terminado aún el cuento en la patria de Rubén Darío.

Esta reflexión que hoy hago, luego de un intencional y prolongado silencio epistolar, no reviste el estilo de un simple desahogo sino de grito de alarma por el respeto y amor que siempre he sentido por las Fuerzas Armadas Nacionales, nuestras FAN, que a partir de 1958, parto de mi generación, y por cuarenta años, nos dieran y defendieran nuestro derecho a vivir en democracia y en una Venezuela libre y soberana. Ruego a Dios y a nuestra Virgen que no ocurra lo que hoy temo.

 

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