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El taxista de los alimentos

En Venezuela se vive la civilización de lo inimaginable y cada día sale a la calle un filósofo de la supervivencia; un maquinador de la ingeniosidad al descubierto. Wilson Ramírez es un ciudadano común, complicado como todos en responder a los apremios domésticos y quien asume con valentía su profesión de taxista.

Posiblemente sale cada mañana como un bólido frente al volante, oteando el horizonte y contabilizando los tiempos en sus recorridos por una ciudad tan convulsa como Caracas.

Un día comprendió que su presupuesto iba en declive y sus requerimientos mayores, por eso su irrefutable ingenio le generó el cómodo arquetipo de una salida rápida a la fatalidad. En el fulgor de su ocurrencia y ante la insuficiencia de la mesa hogareña, estampó una frase en el vidrio trasero de su unidad, que deja sin argumentos hasta al más facundo científico: “No quiero dinero, cambio carrerita por comida”.

Probablemente su sutil tabulador no haya pasado por las pruebas de laboratorio de la subsistencia y sea una primitiva respuesta a esta pegajosa insuficiencia, pero este taxista caraqueño da fe de recibir réditos de tan oportuna agudeza. En su franqueza impulsada por la desorientación económica, atina a decir que le importa poco el dinero, pues su prioridad es llevar la comida a su casa y el sustento a sus tres hijos: “Si el cliente no tiene para pagarme, acepto la comida”.

El dinero no cubre el cenagoso pantano financiero y muchos apelan a desgastar el calzado o asumir una interminable cola para esperar las paupérrimas unidades de transporte público, perdiendo este taxista día tras día clientes por la degradación de sus presupuestos particulares.

Pero Wilson no se rompió la crisma con muchos pensamientos para darle salida positiva a la falta de usuarios en su viejo automóvil y prestar un servicio eficiente que permita responder a la soledad de refrigerador.

Tan asertiva fue su práctica propuesta, que en ocho días ha realizado tres servicios por alimento. Para ir a Guarenas recibió un pollo, mientras una señora resuelta canceló su viaje con un litro de aceite y un kilo de harina pan. Hasta un aventurero cliente sacó de su abultada y quizá escondida cartera, dos pastas de trigo.

Para sus colegas taxistas esta enigmática y sugestiva actitud ha sido objeto de burla; pero al observar sus bolsas llenas de insumos tan difíciles de conseguir diariamente, han revertido su inicial consideración y la empiezan a ver como una idea no tan descabellada.

Llevamos a cuestas el pesado esquema bursátil del primitivismo. Antes se pensaba como una leyenda urbana emanada de las propias perturbaciones de una isla hundida en las aguas termales del socialismos caótico, que las prostitutas cubanas cobraban sus amoríos sexuales con la tasa peculiar de un rollo de papel higiénico, pero en vista de nuestra propia vitrina agrietada por la necesidad, la misma veracidad lleva esta bandera a tener también a nuestros connacionales usando papel de cocina, toallas húmedas o cuánta alternativa sanitaria se encuentre para solventar tan ilógica deficiencia.

Hasta nuestra poco noble y ardorosa manera de ver a las mujeres, cambió en esta estallada realidad nacional. Mi esposa jamás podrá hacerme una mueca si por desliz inconsciente, buceo u observo con precisión a una fémina, pues ahora no detallo sus curvilínea figura, sino qué productos lleva en sus bolsas de comida.

@Joseluis5571

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