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El viejo armario de la casa solariega

Rubén Darío cuenta en su autobiografía que en un viejo armario de la casa solariega donde pasó su infancia en León de Nicaragua, encontró los primeros libros que habría de leer en su vida. Tenía diez años de edad. “Eran un Quijote”, dice, “las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia; los Oficios, de Cicerón; la Corina, de Madame Staël; un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica de ya no recuerdo qué autor, la Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”.

¿A quién pertenecían los libros del viejo armario? Su tío abuelo el coronel Félix Ramírez Madregil, el dueño de casa, y quien le daba cuidados de padre, era un antiguo combatiente del ejército unionista centroamericano del general Francisco Morazán, y estrecho aliado del general Máximo Jerez, caudillo liberal. En su casa se reunían en tertulia poetas, doctrinarios liberales, intelectuales masones, pedagogos, y cabecillas radicales que de cuando en cuando se alzaba en armas contra la oligarquía conservadora, o contra los propios gobiernos de su partido cuando no eran de su gusto. Era, pues, hombre de ilustración.

La esposa del coronel, doña Bernarda Sarmiento, aunque católica practicante era mujer de ideas libertarias y algo conspiradora,  y no faltaba a aquellas reuniones, según recuerda Rubén: “Por las noches había tertulia, en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis párpados…” Lo más probable es que la dueña de esos libros fuera ella, pues fue lectora empedernida.

Si Rubén nos dice que aquella era una extraña y ardua mezcla para su cabeza de diez años, sin duda se  leyó, sino todos, al menos la mayoría de los libros del armario, como lector precoz y voraz que fue, aunque no nos cuenta por cuál de ellos empezó. Había aprendido a leer a los tres años de edad, y en su autobiografía recuerda que lo hacía en el patio enclaustrado de la casa bajo las ramas de un gran jícaro.

Seguramente, tras la sorpresa del hallazgo, hizo una discriminación previa, como cualquier lector que tiene frente a sí una escogencia variada, metiéndose a ver de qué se trataba cada uno de los libros, para empezar por lo más atractivo. La cabeza de un niño a los diez años es como pasto seco, dispuesta a coger fuego, sobre todo si ese niño trae ya consigo la llama de la escritura.

No empezó, seguramente, por Los oficios, la última obra que escribió Marco Tulio Cicerón antes de ser asesinado, y que trata de los deberes que tienen los ciudadanos frente al estado, así como de los males de la dictadura como la que había sufrido Roma bajo Julio César. Es poco probable que hayan estado entre sus preferencias las obras de Leandro Fernández de Moratín, recordado sobre todo por su pieza de teatro El sí de las niñas. Ni tampoco Corina, de madame Stäel, de la que nunca volvió a decir una palabra en sus escritos.

Más atractiva le debió ser La caverna de Strozzi, escrita en 1798 por Saint Warin. Es una novela que pertenece al género gótico, o de terror, creado en Inglaterra en el siglo dieciocho y que pronto se extendió por Europa con toda su cauda de fantasmas y castillos embrujados, un género al que Edgard Allan Poe daría todo su peso y valor durante la época victoriana.

Rubén encontró en esa novela tremebunda un eco de las historias que entonces oía contar: “se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana por donde, a la Juana Catina, mujer muy pecadora y loca de su cuerpo, se la habían llevado los demonios…que hacían un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre…”

Al ámbito de lo gótico pertenecen también otras historias, que luego recreó, escuchadas en aquella ciudad colonial cuyo ambiente se prestaba para el misterio y las consejas de sepulcros y espectros, de modo que no es difícil establecer las relaciones que crean las lecturas infantiles entre lo vivido, lo oído y lo leído, tanto que, después, en el recuerdo, pasarán a pertenecer a la misma dimensión, y serán capaces de intercambiarse papeles en la memoria, y en la escritura.

A diferencia de los demás libros del armario, de los que no hay rastros, La Biblia de la infancia de Rubén se conserva en el museo que es ahora la casa donde vivió. Es una edición en latín y español en diez tomos, de los que falta el último, impresa en el año de 1858 por la Librería Española de Madrid, traducida de la vulgata latina por don Felipe Scío de San Miguel “conforme el sentido de los santos padres y expositores católicos”,  y revisada por don José Palau.

En cuanto a Las mil y una noches, el estudioso dariano Günther Schmigalle viene en mi auxilio para informarme que lo más probable es que se trate de la traducción, primero al alemán hecha por Gustav Weil, y de allí al español por don Juan de Olivares, publicada en dos volúmenes en Barcelona entre 1858 y 1859, “con 1600 dibujos de los mejores artistas”.

Y El Quijote, al que ya nunca abandonaría, fascinado para siempre por el mundo cambiante y sorpresivo de Cervantes, quien fue para él “la vida y la naturaleza”; díganlo sino sus Letanías a Nuestro Señor don Quijote. Y como buen hijo de Cervantes, renovó la lengua que aquel había vuelto a inventar.

No hay duda de que gracias al tesoro encontrado en el viejo armario, Rubén empezó a leer desde entonces, con avidez y para siempre, El Quijote, la Biblia, y Las mil y una noches, pues nos hablará de ellos una y otra vez en sus poemas, en sus crónicas y en sus cuentos. Se quedó a vivir para siempre en sus páginas.

 

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