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¿Era Mishima paranoico?

La sensualidad de Mishima raya en la enfermedad, es una búsqueda de la belleza que sólo puede conducir a la destrucción de quien la persigue. Lo peor es que a veces lo logra y nos volvemos testigos, en cuanto lectores suyos, de un encuentro casi insoportable con terribles zonas de belleza, como diría Rilke. Son imágenes difíciles de aceptar por su intensidad, pero auténticas y sobre todo cónsonas con la historia artística del Japón, como Kawabata lo recordó en su discurso de aceptación del Premio Nóbel. Pero también, con esa insistencia en frecuentar el aspecto luminoso de la identidad japonesa, Mishima mostraba una faceta terrible del Japón que ponía a sus vecinos con los pelos de punta. Y esa agresividad japonesa, real o imaginada, tenía su justificación en la conducta de países cercanos empeñados en consolidar su poder a expensas del otro. El propio juego suma cero. La muerte de Mishima ocurrió un año antes de la visita de Kissinger a China en 1971, cuando viajó a escondidas preparando el encuentro entre Nixon y Mao que alteraría por completo el juego de la Guerra Fría. Los escritores siempre terminan viendo las cosas antes que los demás o al menos la intuyen antes que teóricos o psicoanalistas, como se lo admitió Jacques Lacan a la escritora Marguerite Duras. El talento artístico casi siempre prevé y se adelanta a la historia.

La Pax Americana, creada al final de la II Guerra Mundial y consolidada con la firma del Tratado de San Francisco en 1952, finalizó la ocupación militar y delegó la seguridad del Japón al poderío militar de Washington. Estados Unidos se comprometió consultar con Tokyo cualquier novedad en el frente diplomático para que los japoneses terminaron leyendo casi por la prensa el anuncio de la visita de Nixon a Beijing. Resulta difícil minimizar la rivalidad sino-japonesa, que tiene siglos construyéndose, moldeada el siglo pasado en los contornos de la Guerra Fría y alimentada hoy por la desconfianza y el recelo. Después de abrazar y proteger a Japón durante décadas, Estados Unidos la soltó al vacío, cambiando prácticamente de lado, sustituyendo un aliado por otro. Y por más que los diplomáticos americanos argumentaran que las garantías dadas por su país a Tokyo no habían cambiando, fue un golpe bajo. Estaban más solos que nunca y Mishima, sin saberlo, sin prever el cambio en las ecuaciones de la geopolítica, pidió a su manera mayor independencia a la hora de diseñar la seguridad del Japón en las arenas movedizas de la geopolítica.

Una anécdota relata la visita del Primer Ministro Eisaku Sato a Estados Unidos en 1969. El Presidente Nixon, preocupado por la importación de textiles japoneses sumamente económicos que arruinaban a las fábricas americanas, le pidió a su contraparte minimizar las exportaciones niponas. Sato contestó que lo intentaría. Nixon asumió que haría lo que se le estaba pidiendo, cuando la ambigüedad y la extrema formalidad lingüística del idioma japonés sólo le permitían decir eso, que lo intentaría, pero que seguramente no lo lograría. Al no hacer nada, Nixon se sintió traicionado y se negó luego a informar a su aliado de la clandestina visita de Kissinger a Mao, en preparación de la reanudación de las relaciones diplomáticas entre las dos potencias. Aún cuando la historia reciente no se escribió a partir de una anécdota como la anterior, la misma da una idea de la extrema sensibilidad con que cada avance político en la región era sopesado y de las diferencias culturales que entorpecían las comunicaciones. Japón siempre reconoció su deuda con China, no sólo por el fundamento lingüístico de su idioma y su escritura o el budismo, la arquitectura y la idiosincracia propia de las ideas de Confucio en el orden de las jerarquías en la meritocracia gubernamental y hasta en las mismas familias. Pero la relación nunca fue clara y abierta. Al final del siglo XIX Japón se levantó a partir de la Restauración Meiji como una potencia industrial capaz de competir con Occidente, derrotando en el plano militar a China en 1895 e invadiendo salvajemente al país décadas más tarde.

China nunca olvidó ni perdonó al Japón. Y Shinzo Abe, actual Primer Ministro japonés es nieto de otro Primer Ministro, Nobusuke Kishi, que consolidó su poder, según se dice, con apoyo financiero de la CIA en un momento muy álgido de la Guerra Fría. Al final de la II Guerra Washington no quería nada que ver con China e intentaba más bien aislarla y debilitarla económica y militarmente. Kishi hizo lo propio e incluso China suspendió entonces los acuerdos económicos con Japón a raíz de un malentendido que Kishi se negó a corregir. Eisenhower y Kishi bailaban al son de la misma música. Hoy en día Shinzo Abe busca consolidar los lazos militares, comerciales y políticos con los Estados Unidos y simultáneamente afianza las tendencias nacionalistas de la política de su país. La relación es muy complicada, pero aún cuando la respuesta política de Yukio Mishima es demasiado salvaje para ser tomada en serio y que pudiera ser contemplada como un caso de paranoia clínica, es un ejemplo de la delgada epidermis de los japoneses a la hora de medir los peligros que los amenazan. Los ejercicios nucleares de Corea del Norte y la demencia de Kim Jong-un, su líder supremo, por ejemplo, no es la sintomatología propia de una conducta irracional que pueda ser controlada con pastillas, a menos que realmente sí le hagan falta. Y lo más probable es que no sea así, puede ser una una estrategia. La imagen de un gobernante fuera de sus cabales controlando los gatillos de armas nucleares asusta a cualquiera. Quizás sea la impresión que intencionalmente busca crear, un poco para confundir a sus adversarios. Mishima era más frontal, escribía lo que iba a hacer antes de poner en práctica su plan. Por eso no era un buen político.

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