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¿Es que se creen que somos gilipollas?

 

“El colmo de la desvergüenza es no tener vergüenza de ser desvergonzado”

Confesiones, 2,9

San Agustín

En una de las conversaciones que mantuve con Adolfo Suárez en el transcurso de aquella apasionante obra que fue la Transición, me argumentó el porqué de la preferencia del Sistema D’Hondt por el que habría de regirse nuestro sistema electoral. Su razonamiento se sustentaba en la necesidad, que en aquella época había, de hacer una España gobernable, hecho que podría dificultar seriamente un parlamento excesivamente fragmentado. En apoyo de su exposición añadió, que al no haber en aquellos momentos un sustento sólido de los partidos políticos, era conveniente elegir un sistema que propiciara la solidez y estabilidad a los mismos, aspecto que el método D’Hondt, siendo bastante proporcional facilitaba, ya que el mismo tiende a favorecer algo más que otros a los grandes partidos.

No estaba errado el primer presidente de la actual etapa democrática, ya que a tenor de lo que estamos viviendo tras el resultado de las últimas elecciones, no sería nada de extrañar, que dado el gran número de candidaturas que en aquellos primeros comicios se presentaron, que nos hubiésemos encontrado con una cámara compuesta por un gigantesco puzle partidario.

Esta decisión, en aquellos momentos acertada, generó la hegemonía del bipartidismo, la mayor parte de las veces con el calculador concurso de las formaciones nacionalistas, que aprovechaban la insuficiencia de votos del partido ganador de las elecciones, para obtener a cambio provechosas ventajas con las que acrecentar su poder en el territorio al que representaban, hacer que los gobiernos centrales mirasen hacia otro lado ante sus desmanes y obtener preeminencias y concesiones para las comunidades autónomas en las que se asentaba su poder, naturalmente en detrimento de las del resto de España.

Se puso en manos de los partidos un poder más allá de lo que podía ser imaginable. Un poder que iría creciendo con el paso de los años y que no devolverían jamás a la sociedad.

¿Alguien cree que los partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales son centros de estudio donde se diseñan las líneas maestras de programas de gobierno que hagan posible el progreso científico, cultural, económico y social de España?

No encontraremos ninguna universidad española entre las cien primeras del mundo; en materia cultural se suprimieron en los planes de estudios las humanidades y baste echar un vistazo a los resultados de los exámenes de los alumnos para darnos cuenta que, aunque tengamos miles de licenciados en paro, somos un país inculto e ignorante; que el fomento de la investigación y el desarrollo, que es lo genera riqueza en una nación, es prácticamente nulo en España.

Pero ninguno de esos aspectos proporcionaba votos a corto plazo. Por eso, con una visión absolutamente demagógica se han levantado palacios de congresos con mármol de Carrara en ciudades que carecían de la infraestructura necesaria para que pudiesen funcionar, aeropuertos en lugares donde no llegaría a despegar un avión, estaciones de tren de alta velocidad que habrían de cerrarse por falta de usuarios, polideportivos cuyo mantenimiento no podía sostener la administración correspondiente o se invertían miles de millones en ensanchar las esquinas de las aceras para encubrir el paro producido por una administración sectaria e irresponsable.

Pero así se podía decir al final de cada legislatura, “Hemos hecho…”. Y no mentían. Lo peor es que eran inversiones ruinosas que finalmente, por falta de medios para su mantenimiento y no pocas veces por innecesarias, poco a poco se iban convirtiendo en ruinosos y solitarios cementerios.

Y lo peor de toda esta orgía de despilfarro, es que esos mausoleos, se hacían endeudándonos, con un dinero que no teníamos y había que pedir prestado y devolver con intereses. Dinero que naturalmente salía de nuestros bolsillos por medio de subidas de impuestos o falta de recursos en prestaciones mucho más necesarias y perentorias para el ciudadano. Dinero que era producto de nuestro sacrificio, de nuestro esfuerzo y por qué no decirlo también: de nuestras privaciones.

Los partidos se fueron convirtiendo en poderosísimas maquinarias cuya única finalidad era intentar ganar las siguientes elecciones, con lo que al estar en permanente competencia con los adversarios, al tiempo que crecían sus necesidades, se convertían en ingentes agencias de colocación.

Pensar en que estas organizaciones se sustentaban con las cuotas de sus militantes o las dotaciones económicas que el Estado les otorgaba según sus resultados electorales, es algo tan ingenuo como confiar las ovejas al lobo.

Pero como la realidad nada tiene que ver con los cuentos que nos cuentan, al crecer las organizaciones políticas de forma tan desmesurada como innecesaria, hubo necesidad de acudir a los préstamos bancarios, que no yo, pero las malas lenguas dicen que no se devolvían —al menos en moneda contante y sonante—, y como ni aun así era suficiente, a través de las instituciones en las que tenían la vara de mando, hicieron su aparición los tres por ciento, las comisiones por asignación de obras públicas, las mordidas por concesión de licencias y un variopinto caleidoscopio de formas ilegales y hasta delictivas de manipular los fondos públicos en beneficio propio y/o ajeno, tergiversando los fines de los mismos en perjuicio del conjunto de la ciudadanía a la que debían servir y beneficiar.

Es decir apareció la corrupción.

Naturalmente los beneficiarios, nunca la reconocían hasta que la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal —esa de la que el honorable Jordi Pujol decía que «¿Qué coño es esto de la UDEF?»— no les cogía con el carrito del helado o como dicen en mi pueblo: con las manos en la masa

Todo esto es penoso, lamentable, rechazable y condenable. Sin embargo lo más indignante e indecente es cuando aquellos que dicen representar al pueblo, proclaman a toda costa, aun si ello significa acusar al resto de la raza humana y aun al cielo, la inocencia de los rufianes que durante años, y desde sus cargos públicos, han estado robando a todos los españoles. Es igual que se lo hayan metido en sus bolsillos, en el de sus familiares, en el de colegas, correligionarios o amiguetes, o haya ido a las arcas de la organización política a la que pertenezcan. El delito es el mismo.

Constituye un provocador escarnio escuchar como robar el dinero de aquellos que más lo necesitan, y a quien además se dice defender, se califica de error o irregularidad al tiempo que se proclama la integridad de los justiciables.

Pero ¿Es que se creen que somos gilipollas?

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