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Esperpentos en perpetuo retorno

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los novelistas vivimos para inventar porque vivimos en la invención. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela.

Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro de reportajes, ahora olvidado, escrito en los años cuarenta del siglo pasado por el corresponsal de la revista TIME, William Krehm, en el que desfilan los dictadores de las banana republics de Centroamérica en la época de la política del buen vecino de Franklin Delano Roosevelt. Parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.

Ese término peyorativo de banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O’Henry, uno de mis cuentistas preferidos, en su novela Coles y Reyes, de 1904, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Nueva Orleans, acusado de desfalcar un banco para el que trabajaba de contador.

Como la historia ofrece singulares coincidencias, hay que recordar que allí mismo había sido fusilado el  filibustero William Walker, que quiso conquistar Centroamérica antes de que aparecieran las repúblicas bananeras, que dieron paso a todo un bestiario político.

El general Jorge Ubico, de Guatemala, que se creía el vivo retrato de Napoleón Bonaparte y se peinaba como él, y quien por otro de esos azares inefables del destino, tras su caída fue a morir en Nueva Orleans, desde donde la United Fruit Company, que lo había amparado y sostenido, dirigía sus operaciones bananeras.

El general Maximiliano Hernández Martínez, de El Salvador, que daba conferencias teosóficas por la radio, y quien ordenó la masacre de miles de indígenas en Izalco; el general Tiburcio Carías, de Honduras, que tenía en los sótanos de la Penitenciaría Nacional una silla eléctrica de voltaje moderado capaz de chamuscar a los presos, sin matarlos; y el general Anastasio Somoza, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial, donde los presos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

No había manera de que los novelistas no se vieran enfrentados al caudillo convertido en dictador, una tradición que iniciaría en 1927 don Ramón del Valle Inclán con Tirano Banderas, parte de lo que él llamaría su “ciclo esperpéntico”, y donde nos cuenta la caída de Santos Bandera, ficticio tirano de Santa Fe de Tierra.

Pero quizás el verdadero inicio de este ciclo esté en Nostromo, la novela de Joseph Conrad de 1904, donde retrata a Costaguana, una república también ficticia, sometida a la férula del dictador Ribiera, tras cuyo derrocamiento empieza una guerra civil en la que mete la mano el gobierno de Estados Unidos, no debido al banano, sino a las minas de plata.

Conrad, que viajó por el mundo alistado en la marina mercante, aparentemente jamás puso pie en América Latina, pero supo penetrar agudamente su vida política, divisando apenas el relieve de sus costas, y leyendo, por supuesto, a sus historiadores.

Al leer hace  ya bastantes años ¡Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez, sentí que lo que había en aquella crónica sobre el siniestro dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, era en verdad una novela preñada de imágenes. Y las imágenes resultan  vitales en la novela, porque son las que habrán de recordarse siempre.

Cuando la residencia presidencial de La Palma es bombardeada en el alzamiento que derrumba al tirano, entre el humo y la destrucción, está, hasta el último momento, José Santos Chocano. Un mecanógrafo teclea, apresurado, un decreto de concesión de minas que el dictador deberá firmar a favor del poeta peruano antes que sea demasiado tarde, y que él planea negociar con compañías norteamericanas. Es cuando a la poesía le salen garras.

Tampoco Más allá del golfo de México de Aldous Huxley, publicado en 1934, es una novela, sino un libro de crónicas de viaje. Pero, otra vez, salta de por medio el poder de las imágenes. Desde el tren en marcha que atraviesa la selva, Huxley ve “junto a un grupo de chozas especialmente tétricas un gran templo griego construido de cemento y calamina que dominaba el paisaje kilómetros a la redonda…templos de Minerva los llaman…fueron construidos por mandato dictatorial y son las contribución a la cultura nacional del difunto presidente (Estrada) Cabrera…”

Pero todo ese universo de la dictadura de Estrada Cabrera donde se condensa con maestría en El señor presidente de Miguel Angel Asturias, quien recibió hace 50 años el Premio Nobel de Literatura, una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo, el sometimiento y la crueldad.

Y el tema siguió pendiente, como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que las dictaduras de folclore sanguinario no desaparecían del paisaje, o ya estaban allí desde el comienzo de nuestra vida republicana.

Augusto Roa Bastos, cuyo centenario celebramos este año, volvió al origen en Yo el Supremo, cuando las luchas por la independencia parieron la figura del prócer, en este caso Gaspar Rodríguez de Francia, devenido en tirano. Es cuando a la ilustración le nacieron garras.

Se publicó en 1974, y ese mismo año apareció El recurso del método de Alejo Carpentier; al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, y el ciclo de los dictadores se extiende hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010.

La historia de América Latina es como una marea, con flujos y reflujos. El siglo veintiuno, el de las luces tecnológicas, nos ha traído nuevos  regímenes dictatoriales que han tomado por divisa el populismo, el peor de los cinismos políticos. Por tanto, debemos esperar un nuevo ciclo de novelas de dictadores, los mismos esperpentos de Valle Inclán, sólo que bajo un nuevo maquillaje.

 

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