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Gallegos o la dignidad civil

El viejo antagonismo entre el poder civil y el poderío castrense, entre civilismo y militarismo, que tiene estirpe histórica en nuestro país, se manifestó una vez más el 24 de noviembre de 1948 con el derrocamiento del Gobierno Constitucional de Rómulo Gallegos. El 14 de diciembre del año anterior, 871.764 sufragios, en un total de 1.183.764 electores, lo elevaron a la Presidencia de la República. El cargo se honró al ser ejercido por un venezolano de su estatura moral.

Cinco días antes del golpe Estado, el 19, los comandantes Delgado Chalbaud, Pérez Jiménez y Llovera Páez, que controlaban la institución armada, presentan en Miraflores al ilustre Presidente cinco demandas que, aunque conocidas, siempre hay que recordar: expulsión del país de Rómulo Betancourt, prohibición del regreso del teniente coronel Mario Vargas que permanecía enfermo en Estados Unidos, remoción del teniente coronel Gámez Arellano de la jefatura de la Guarnición de Maracay, designación de los edecanes presidenciales por el Estado Mayor, y su desvinculación con el partido Acción Democrática.

Gallegos respondió que “no puedo ni debo aceptar imposiciones ni rendir cuenta de mis actos” ante las Fuerzas Armadas Nacionales, rechazando uno a uno los planteamientos que le habían hecho. Fue como la reedición del diálogo de 1835 entre el sabio José María Vargas, Presidente de la República, y el conspirador Pedro Carujo. Se consumó el golpe y pocos días después, el 5 de diciembre, Gallegos sale al exilio y, en mensaje dirigido a sus compatriotas, dijo: “Cuando nadie podía dudar de mi inflexibilidad en la defensa del honor del poder civil con que el pueblo me había investido, cuando ya nadie podía acariciar la esperanza de que yo fuese un juguete en manos voluntariosas, se produjo, una vez más, el atentado de la fuerza contra el derecho”. Y llamó a la reflexión a los que, “ofuscados por las pasiones políticas”, celebraban la caída del gobierno.

Andrés Eloy Blanco, que era el Ministro de Relaciones Exteriores y se hallaba el 24 de noviembre en París, presidiendo la delegación venezolana ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, escribió una carta al presidente de Estado Unidos, Harry S. Truman, solicitándole que su Gobierno no reconociera al régimen golpista recién instalado en Venezuela y citó la frase lapidaria, que no pierde actualidad, de Bolívar: “El hombre armado no debe deliberar. Desgraciado de un pueblo cuando el hombre armado delibera”.

Los que tuvimos la honra de compartir exilio con el gran novelista en México, sentíamos como si su imponente figura hiciera desaparecer la lejanía de la patria.  En su casa recibíamos el Año Nuevo los venezolanos de todos los partidos. Ahora, cuando otra vez las armas, usando el mascarón de proa de un presidente civil, disponen del destino nacional, la conducta ejemplar de Rómulo Gallegos en los momentos aciagos de la deposición de su Gobierno, nos alumbra para no desmayar en la lucha por el rescate de la libertad y la democracia secuestradas.

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