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Hay que vencer la apatía

Son muchos los síntomas que dejan ver que este régimen está boqueando: la exacerbación de las peleas entre ellos es uno, la apetencia por terminar de cogerse hasta la última puya que quedaba en el erario es otra; pero la gota que debe haber rebozado la totuma —porque esos carajos, así tomen en las copas de cristal de Bohemia que les regalaron sus secuaces en la corrupción, siguen teniendo el gusto cerril, basto— es el descaro con el cual cometen los crímenes políticos últimamente.  Me refiero, no solamente a la masacre de El Junquito, sino a los otros que resultaron en homicidios alevosos en contra de adversarios (que ellos siguen creyendo “enemigos”).  Hasta los socios chuleadores, aunque no se han sumado a las protestas de cuanto gobierno civilizado existe, por lo menos han tenido la decencia de quedarse callados.

Me imagino que los oficiales institucionalistas que aún quedan dentro de las fuerzas militares y los cuerpos de seguridad deben sentirse como aquellos centuriones de las fronteras en el Rin y la Dalmacia que veían, impotentes, como las hordas de bárbaros iban acabando con saña con todo lo que representaba cultura, adelanto, orden, mientras, en Roma (y después en Ravena) personajes de poca estatura —tipo Augústulo, Máximo, Antemio— no se preocupaban lo más mínimo por el bien del imperio, y dividían su tiempo en disfrutar de la buena vida y alagar a las legiones —subirles las soldadas y asegurarse de que estuviesen bien avitualladas, con las barrigas y los odres llenos— para que no los tumbaran.

En todo caso, ya se siente que el régimen está en sus estertores.  Y ellos lo saben.  Es por eso, por sentirse fieras heridas de muerte, que se vuelven más sanguinarios, más bestias.  Que siempre lo fueron, pero ahora lo muestran con más descaro.  Este es el tiempo en el cual, quienes creemos en la democracia, en la alternabilidad de los poderes, quienes creemos que se requiere restablecer la vida ordenada, aumentar la producción que llevará al progreso, en salvar lo que queda del buen nombre de Venezuela en el exterior, debemos —sin darle pie a las fuerzas represoras para que vuelquen su sevicia en nosotros— ir preparando el relevo de quienes hoy nos desmandan.

Esencial para eso es lograr vencer la apatía que tanto el régimen como sus colaboradores (aun los de buena intención) han sembrado entre nosotros.  Todos quienes emitimos opiniones, que de alguna manera tenemos una audiencia, debemos enfocarnos a sacar a nuestros paisanos de la abulia que nos han sembrado artificialmente por instrucciones de la gerontocracia cubana —tan interesada en seguir ordeñando a nuestra res pública— y que se traduce en una debilidad del cuerpo social, que se cree impotente ante lo que este ve como una especie de Juggernaut, como una fuerza cuyo avance nadie logra frenar y que destruye todo lo que se le atraviese.  Nada de eso. Hay que dejar claro que ese monstruoso carromato tiene ruedas de anime, que sí puede (y debe) ser contenido.  Y que, aunque es posible ser hecho por diferentes vías, lo mejor es que sea por las que la Constitución establece.

Por eso, todos debemos —sobre todo los líderes— hacer fuerza para que se cambie el CNE por uno más decente, con gente seria, que no sean fichitas de partido, como el actual, tan PUS desde el mismo primer día.  Es esencial que cada voto cuente, que se regrese a lo que tipifica la Constitución: cada ciudadano, un voto. No ese travestismo que inventaron últimamente para poder tener una constituyente monocolor, que algunos eran más venezolanos que otros y, por tanto, podían votar hasta tres veces.  Y ni con eso llegaron a los dos millones de votos, mucho menos a los ocho que según la Tibi (tan eclipsada últimamente) sufragaron. ¡Ja!

Lo otro es el adecentamiento de lo que hasta ahora no ha sido sino el bufete del régimen.  Hay que exigir que el Tribunal Supremo recupere su nombre completo: “de Justicia”; que ya no sea más el validador de cuanta picardía invente el régimen para prolongar su precaria existencia.  Uno que reconozca que el desacato es una figura solo de la justicia penal; que un poder no puede estar en desacato de otro porque son iguales entre ellos, y que, entonces, hay que restablecer en su potestad a la Asamblea Nacional.  Esa que sí está avalada por quince millones de votos.

Finalmente, porque se acaba el espacio, no olvidar que casi cuatro millones de venezolanos han huido a otras tierras; que casi todos son adultos con derecho al voto; y que, estén donde estén, no dejan de ser venezolanos.  Por eso es esencial que se exija al régimen —sabedor de que la mayoría de ellos votara contra este—que no siga con el truquito de no proveerlos de los pasaportes que han solicitado, ni de que exijan que, para dejarlos sufragar, además de que sus pasaportes estén vigentes, los votantes estén legalmente en ese país. Nuestras autoridades consulares deben estar al servicio de todos los venezolanos, no solo de los que puedan demostrar que residen legítimamente allí.  Si en Venezuela, el votante puede identificarse con una cédula vencida, ¿por qué afuera no pueden hacerlo?, ¿por qué se exige que muestre un pasaporte vigente?  Especialmente si la culpa de que no tenga uno nuevo no puede ser achacada a este sino a los funcionarios que —por desidia, ineptitud o expreso diseño— no los proveen.

En todo caso, ¡a sacudir la flojera!  ¡Manos a la obra!

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