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La crisis de la abdicación

El camino que le queda al nuevo Rey, en este país envuelto en excesos de poder y políticos corruptos, no será fácil

Abdicación de la reina Isabel II desterrada en París en favor de su hijo Alfonso XII el 25 de junio de 1870 según un grabado publicado en la revista «La Ilustración Española y Americana». / BABELIA

Los británicos llaman la “crisis de la abdicación” a la provocada en noviembre de 1936 por el deseo de Eduardo VIII de casarse con Wallis Simpson, una estadounidense que se había divorciado dos veces.

Fue una crisis, no hay duda, en un país ya acostumbrado a sucesiones reales poco traumáticas, resuelta de forma pacífica en menos de un mes, lejos ya de los tiempos de la “Revolución Gloriosa” de finales del siglo XVII. Pero nada que ver con las abdicaciones y derrocamientos que habían ocurrido en las viejas monarquías e imperios de Europa en las dos décadas anteriores, cuando los cambios en el poder habían ido acompañados de auténticas crisis de todo el sistema, de revueltas populares y fiestas revolucionarias.

Al comenzar el siglo XX, Europa estaba dominada por vastos imperios territoriales, gobernados, excepto en el caso de Francia, por monarquías hereditarias. La Gran Guerra de 1914-1918 destruyó los más importantes del continente -el austrohúngaro, el alemán y el turco-otomano-, por el camino se llevó al ruso y provocó también la conquista bolchevique del poder, el cambió revolucionario más súbito y amenazante que conoció la historia del siglo XX. Y con esas monarquías desapareció además un amplio ejército de oficiales, soldados, burócratas y terratenientes que las habían sustentado. Por eso se vivió como una ruptura traumática con la política dominante, con cortes generacionales, y como el derrumbe de la civilización liberal y burguesa.

Hasta las grandes revoluciones del siglo XVIII, los asuntos reales y la política de las clases superiores podían ser dirigidos sin la más mínima consideración al grueso de la población sometida, excepto en circunstancias muy excepcionales de revueltas e insurrecciones que rara vez se extendían más allá del ámbito local. Eso no significaba que la mayoría de la población estuviera satisfecha sino, más bien, que la relación entre súbditos y poder estaba convenida en términos orientados a mantener el descontento dentro de unos límites aceptables. Las clases populares aceptaban su subordinación, consideraban prácticamente impensable una alteración radical de las estructuras y valores sociales y reducían sus manifestaciones de protesta a combatir, cuando las condiciones vigentes se hacían insoportables, a esos opresores con quienes tenían contacto inmediato.

Las revoluciones liberales, el desarrollo democrático de los Estados constitucionales, con el gradual reconocimientos del sufragio universal, y la industrialización cambiaron ese escenario. Desde ese momento, “el pueblo” se convirtió en un factor constante en la construcción de las decisiones y de los acontecimientos políticos. El “pueblo”, las clases trabajadoras, con sus acciones colectivas y movilizaciones aparecieron en el escenario público y pidieron, persistentemente, que no se les excluyera del sistema político. La mayoría de los reyes y emperadores, antes del 1914, no supieron ni quisieron encauzar los intereses de esas clases sociales salidas de la industrialización, la modernización y el crecimiento urbano. Lo último que deseaban era dejar el trono. Y actuaban con una frivolidad y falta de responsabilidad bastante sorprendentes en pleno siglo XX, disfrutando de una vida privilegiada y exquisita, envuelta en el lujo de yates, grandes automóviles, caza de corzos, amantes y carreras de caballos.

Alfonso XIII, que cayó un poco más tarde, en abril de 1931, siguió al pie de la letra ese camino. Y además intervino en política, tratando de manejar a su gusto la división interna de liberales y conservadores, con facciones, clientelas y caciques enfrentados por el reparto del poder, y apoyó un golpe militar, convertido en dictadura, en el momento en que todo ese manejo ya no servía. uando se marchó de España, creía que la República sería “una tormenta que pasará rápidamente”, como habían pasado las que llevaron al exilio a Carlos IV y a su abuela Isabel II.

Las abdicaciones reales en España, como en muchos otros países del continente europeo, no fueron nada naturales y se resolvieron en medio de sonados conflictos y de luchas entre monárquicos y republicanos. No es casualidad carente de significado que Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII murieran lejos de quienes fueron sus súbditos. Sin contar con el todavía más extraordinario caso de Amadeo de Saboya, que fue rey de España durante poco más de dos años y renunció al trono “entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública”.

Podría pensarse que el abandono de Juan Carlos I es un asunto, por fin, natural, muy en la línea de las cercanas abdicaciones de monarcas de países tan civilizados como Bélgica u Holanda. Pero sabemos que se produce en medio de una crisis de la política institucional, de escándalos en torno a la Casa Real, graves para la salud del sistema democrático, y de falta de transparencia y de respuestas ante ellos, que han socavado la figura de Juan Carlos ante amplios sectores de la población.

“La Monarquía se había suicidado”, declaró Miguel Maura, el hijo del líder conservador Antonio Maura, cuando hizo balance de por qué había caído Alfonso XIII. Y los españoles, escribió Arturo Barea, “hasta cohetes tiraron”, de alegres y esperanzados que estaban.

Juan Carlos ha elegido la abdicación antes que el suicidio y el pueblo español no ha tirado aún cohetes de alegría. Pero el camino que le queda al nuevo Rey, en este país envuelto en excesos de poder y políticos corruptos que saquean los recursos comunes, no será fácil. Hace apenas cinco años, nadie habría pronosticado tanta dificultad y necesidad de regeneración.

(ElPaís.com)

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