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La estampida

La reciente medida adoptada por el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski, que agiliza la regularización de los inmigrantes venezolanos llegados antes del 1° de diciembre de 2016 a Perú, así como la manifestación convocada por el Frente Nacionalista del Pueblo Panameño en noviembre del año pasado, en protesta contra lo que considera una excesiva llegada de venezolanos a su país, son dos caras de un mismo fenómeno que ya adquiere las dimensiones de un problema internacional: la emigración venezolana, comenzada hace dos décadas por miembros de los sectores medios y altos de la sociedad, empieza a adquirir las formas de una estampida. Esta puede afectar a toda la región.

Hay tanta gente que se marcha todos los días que la famosa frase «el último que apague la luz» se vuelve aplicable a Venezuela. No por nada muchos sostienen que «la única salida que queda en el país es Maiquetía» (donde está ubicado el principal aeropuerto internacional). Con la tasa de inflación más alta del mundo (500% en 2016, según algunas estimaciones), uno de los peores niveles de crimen del planeta (90 asesinatos por cada 100.000 habitantes) y un desabastecimiento en medicinas y productos de primera necesidad de que ronda el 80%, es comprensible que la gente trate de escapar hacia cualquier lado. La situación ha venido empeorando desde hace dos décadas, pero ya no caben dudas de que el último año todo ha caído en picada. La combinación de la caída de los precios del petróleo con el saldo de políticas económicas erradas ha generado, según algunos economistas, una contracción de 20% desde 2013. Es decir, una similar a la sufrida a lo largo de toda la década de 1980. Esto ha significado para muchas personas una situación de hambre: 20% de los venezolanos se han visto obligados a comer solo una vez al día, según un estudio publicado en diciembre de 2016.

Aunque no hay cifras oficiales, diversos estudios señalan que unos dos millones de venezolanos han emigrado desde 1999. De ellos, tal vez la cuarta parte lo haya hecho en los últimos cinco años. Una pista para ponderar la dimensión del problema nos la ofrece un hecho al que no asistíamos desde los días de la guerra de independencia: el de las casas abandonadas. Solo tenemos noticias de un fenómeno similar en aquella época, cuando la población se contrajo en una tercera parte debido a las matanzas (fue en gran medida una guerra racial), las enfermedades y las migraciones. En los edificios y urbanizaciones de clase media y alta, cada vez hay más casas y apartamentos de familias que se fueron y no lograron venderlos. Se trata de un problema para los vecinos que se quedan, ya que sus propietarios no pagan las cuotas del condominio y en ocasiones, cuando se trata de casas, estas se enmohecen y se llenan de alimañas. Otra pista puede dárnosla la dificultad de las empresas para conseguir ejecutivos altamente formados y bilingües o médicos con posgrados. Una clase media en gran medida construida por inmigrantes llegados a mediados del siglo pasado y formada en el que fue uno de los mejores sistemas educativos de Latinoamérica tiene tres ventajas para irse: en muchos casos, la nacionalidad de sus padres y abuelos, una formación competitiva y dólares acumulados durante la época de las vacas gordas. Con los más pobres la situación es más difícil. Las noticias de venezolanos durmiendo en albergues en Argentina o subempleados en Perú son tal vez el anuncio de una nueva etapa, más dramática, de la emigración.

Son muchas las aristas que pueden desprenderse de este fenómeno, pero nos detendremos en dos. Una ya la señalábamos en otro artículo publicado en este mismo portal en junio de 2016: salvando las distancias, podemos convertirnos en una especie de nueva Siria, pero con la variante de que millares de venezolanos tienen, producto de las inmigraciones de las décadas de 1950 a 1980, pasaporte de otros países. Se calcula, por ejemplo, que hay un millón que podrían aspirar al italiano (oficialmente son solo unos 120.000) y otro tanto al español (oficialmente viven 200.000 españoles en Venezuela). El reciente escándalo de la negativa de entrada en Israel a nueve venezolanos conversos al judaísmo es una señal de lo que el empeoramiento de la crisis puede obligar a hacer a muchos países. No aleguemos una vez más que Venezuela recibió judíos alemanes en 1938 cuando pocos los aceptaban en el mundo. El hecho es que, recién conversos en medio de una crisis enorme, comprensiblemente dispararon la suspicacia de las autoridades encargadas de ejecutar la Ley de Retorno israelita. Kuczynski dio un paso adelante al combinar humanitarismo con el responsable deseo de poner algo de orden (viven en Venezuela unos 200.000 peruanos, lo que presagia un flujo intenso de migrantes). Cuando la Cruz Roja de las Antillas neerlandesas se preparó para un éxodo masivo a inicios de 2016, estaba haciendo los cálculos correctos.

El segundo aspecto para señalar se produce en el plano interno. En ese marco la estampida tiene otra dimensión: la de la desesperanza. El desplome económico y el enrocamiento en el poder del presidente Nicolás Maduro (que alcanza picos de 80% de oposición ciudadana) quebraron la resistencia de muchos ciudadanos. El bloqueo de la propuesta de referéndum revocatorio en la que muchos tenían puestas sus esperanzas hizo clara la posibilidad de que el régimen devenga en una dictadura desembozada. Entonces, muchos concluyeron que había llegado el momento de partir. Se trata de una de las variantes más peligrosas de la estampida. No solo porque puede drenar las tensiones del régimen con la salida de muchos descontentos, sino porque expresa una desesperación más amplia, también presente en la mayoría que, por una u otra razón, no quiere o no puede irse. Muchos de los desesperados no ven salida alguna. Los violentísimos disturbios de diciembre en varias ciudades algo nos dicen al respecto. Aunque fueron saqueos, actos de vandalismo y de delincuencia común sin dirección política, obligaron a la militarización de varios sitios y demostraron que el espíritu de la estampida puede tomar varias direcciones o generar un caos que produzca un éxodo aún mayor. Ante ese escenario, todos los vecinos, incluidos Kuczynski y los nacionalistas panameños, tendrán muchos más problemas que enfrentar. Ojalá nos ayuden a evitar que lleguemos hasta allí porque el problema, como vemos, es de toda la región.

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