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La noción de lo perdido

¿Cuánto tiempo toma acostumbrase al deterioro? ¿Cuándo el goteo persistente de la ruina termina por abatir el recuerdo de un bienestar que alguna vez se escribió en piel propia, que se asumió como “normal”, antes de confinarnos al tugurio de la rendición? ¿Cuántos sótanos más podemos bajar antes de mirar hacia arriba y darnos cuenta del calado del descenso?

Y es que la desmejora no puede ser más impúdica: “Antes comíamos de todo… ¡ay, pero a mí ya se me olvidó a qué sabe la carne, el pollo, el pescado!”. Una risa castiga la frase con su acento agridulce y perturbador. “Ahora no podemos comprar nada de eso. Y en la caja ya ni siquiera llegan las latas de sardinas. Pero, bueno… ahí vamos, sobreviviendo. Hay que tener fe”, suelta Ángela, tan joven, tan rota y tan blanda, con un remedo de optimismo que es más bien un puchero, un vestigio del llanto que también se va desechando, por inútil.

Sí: la tragedia venezolana evoca por momentos los giros de “Grey Gardens”, el famoso documental (e inspiración para la película y el musical homónimos) que los norteamericanos Albert y David Maysles realizaron en 1975 sobre la vida de dos mujeres, madre e hija caídas en desgracia; nada menos que las Bouvier Beale, emparentadas con la mismísima realeza política de la época, los Kennedy. De la mayor de las abundancias, una espiral de derroche e infortunio las condujo a la peor pobreza: así, la mansión de Grey Gardens en East Hampton, Nueva York, acaba siendo el malogrado retazo de mejores días, y una cárcel para dos seres -primero mantenidos, luego abandonados por sus afectos- al borde de la enajenación, empujados a sobrevivir graciosamente en medio de su calamitosa disfuncionalidad, a comer y dormir sorteando detritus de gatos y mapaches, incapaces ya de advertir su propio menoscabo o el de su entorno.

“Es muy difícil distinguir la línea entre el pasado y el presente”, confesaba allí una descolocada “Little Edie”, la hija. A merced de la tóxica relación, reducidas por la desmemoria de todo lo perdido, surgen como esa magulladura que deja el saber que la propia vida se hace cada vez más pequeña e insignificante, cada vez menos importante para los demás… ¿No recuerda eso demasiado a Venezuela? ¿No está el país entero -uno cuyos referentes se diluyen brutalmente- curtiéndose ya en los dañosos cortijos del acostumbramiento, descolocado también por el abandono? ¿No es verdad que pasamos de un momento a otro de la rabia más vigorosa (impulso eficaz para empujar cambios, por cierto, si gestionado adecuadamente) al aniquilamiento emocional más pasmoso y devastador?

Tras el vivo fogonazo que todo lo consume si no hay frutos, el venezolano ahora lucha contra la tenaza de la resignación, el “burnout o síndrome de “estar quemado”, generado por el estrés, que implica cansancio y rendición… Un cambio patológico que el gobierno ha causado”, aseguraba recientemente la psiquiatra Rebeca Jiménez. En efecto, Thanatos sigue hincando sus pezuñas de muchas formas, pero una de las más llamativas surfea sobre la sensación de que ya nada importa, de que habrá que seguir bregando solos hasta donde se pueda y como se pueda, conscientes de que quienes debían garantizarnos condiciones para la existencia nos han abandonado limpiamente, sin compunciones ni excusas. “Fue como la entrada a un túnel donde la vida perdió su valor”, ilustra Jiménez. Y en eso estamos. Metidos en un túnel del cual muchos no esperan salir enteros nunca más.

Son los más vulnerables, los más indefensos, claro, las primeras víctimas del deslave. Quienes dependen de un caja de comida para tenerse en pie descuentan sus vidas en horas, demasiado agotados o famélicos para organizarse e intentar cambiar el estado de cosas, despojados de sus aspiraciones y auto-confianza como resultado de la dinámica que subyace tras la perversa asistencia oficial. He allí un lote de realidad que tiende a pasar desapercibido por otros sectores, ocupados en lidiar con sus propias angustias y frustraciones; en ese tajo que desangra fuerzas y lazos, de paso, una no-sociedad se erige, de espaldas al origen común de sus dolores.

¿Cómo reencontrarnos en medio de esa mengua, como hacer coincidir nuestros tiempos y desvelos para ponerlos a trabajar en un mismo sentido? ¿Cómo reactivar la noción de lo perdido a fin de evitar que el país se nos vuelva esa casa destartalada y grotesca en la que a trancos y golpes nos acomodamos para aguantar otra jornada, un-día-más-por-favor? ¿Cómo hacer para no convertirnos en una suerte de irresoluble laberinto geopolítico, en otra “emergencia olvidada”, una que espera el turno de la atención mediática y clama por presión internacional para ser resuelta?

Son preguntas que, incluidas en la agenda de urgencias del liderazgo, obligan a ajustar el foco de lo interno, a rebuscar en el talego de lo posible, a parar el trote desbocado del suicidio y la autolisis política. ¿Resistir? Claro: pero mejor si hay tareas que sacudan, que incorporen activamente a los dolientes en ese tránsito.

@Mibelis

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