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La rabia organizada

Sumidos en el desespero, la falta de pan y respuestas, en el hartazgo con todas sus letras y ardores, el “ahora o nunca”, la condena al “cálculo político” encuentran semillero propicio. Mala cosa, considerando que la continencia no ha sido una de nuestras virtudes: nos traicionó la prisa cuando no olimos en la cólera justiciera de Chávez el advenimiento de la irracionalidad; y nos pone ratoneras hoy, víctimas de un régimen que parece engordar con las amenazas. Quizás cierto atávico apego por la gratificación inmediata, el antecedente de un pueblo que mejores épocas adiestraron para la marrullera dinámica del clientelismo; la baja vinculación de la ciudadanía con los procesos de transformación de su entorno, atendiendo más a formas de organización alejadas del consenso y afines a la imposición, incidieron en la dificultad para entender que, antes de ver frutos, toca sembrar, regar y esperar a que el grano prospere y se haga árbol robusto.

Sí: sabiendo que el límite destapa una hojilla nueva cada minuto, resulta complejo convenir en que la maraña política pide al menos un respiro, una mirada serena antes de ser desenredada: eso que implica lidiar con la inestabilidad de los asuntos humanos, como anuncia Arendt. Entonces la rabia, esa emoción fundamental que conquista, sojuzga y empuja a la reacción in extremis, termina entumeciendo la capacidad del auto-monitoreo, toda posibilidad del análisis realista. ¿Qué pasa cuando en terreno abonado para el salto sin arnés aparece quien pica con su arenga, cuando el imperioso “¡YA!” no deja de repiquetear durante los minutos previos al vuelo? ¿Qué se hace luego con la cólera que opta, para trastorno de toda una sociedad, por la demoledora pasividad; esa que muta en derrotismo, en crítica desbordada y cínica, en autoflagelación, en fobia; “pasiones tristes” que disocian los esfuerzos de sincronicidad y ceden plazas al enemigo?

Justo es admitir, claro, que en tanto conectada al instinto de autopreservación o a la expresión de impulsos thimóticos inherentes al orgullo, a la dignidad o el reclamo de reconocimiento, la ineludible compañía de la rabia podría aprovecharse proactivamente, si su envión es mantenido a raya. Envión vigoroso, por cierto: los líderes de todos los tiempos han apelado a él, pues reconocen en el grito tribal, en el cuadro feroz de ojos inyectados, puño alzado y fauces abiertas, un influjo capaz no sólo de hacer retroceder al enemigo e inspirar miedo, sino de movilizar a sus huestes. Incluso la Biblia cuenta cómo el propio Jesús improvisó un látigo, arreó a golpes al ganado, “volcó las mesas de los que cambiaban el dinero y los asientos de los que vendían las palomas”, cuando en épico arrebato echó a los mercaderes del templo. Pero la “gran pasión” que atiza la puja por el poder será útil siempre que no desordene las ideas, siempre que no nos confine al hueco de las emociones no diferenciadas, siempre que no monopolice sistemáticamente la acción destinada a atajar el avance de una fuerza externa; más cuando esa fuerza tiende a recurrir a su exuberante banco de ira para mantener una situación de confrontación que le es favorable.

La guerra de ladridos cesa cuando una de las fieras muerde y arranca un tajo a su rival: así que es prudente medir el alcance concreto de nuestro ímpetu y velocidad, y exprimir el jugo a las fortalezas tanto como a la dulce álgebra de la eventualidad. El país democrático se enfrenta a un adversario furibundo que no ha dudado a la hora de propinar muerte para contestar al ultimátum; que avisa, mientras baila salsa brava y se apretuja en escatologías, que habrá balas cuando no haya votos. La experiencia dice que en su solar -el de la rabia que corona en violencia- somos vulnerables; por eso se esmera en sacarnos de quicio, en volvernos botín de la inmediatez. No deberíamos, por ende, tratar de ocupar ese espacio. Quizás, como susurra Sun-Tzu, para defendernos y resistir conviene atacar donde ellos no puedan defenderse; allí donde no atacarán, pues se saben en desventaja.

Hasta ahora sabemos con certeza que la principal ventaja de esa mayoría desarmada que adversa al madurismo estriba en su talento para organizar toda su rabia ecuménica y dar la pelea electoral. He allí el terreno que una impopular dictadura rehúye como Nosferatu a la luz, pues sabe que de concurrir a los comicios que manda la Constitución, no saldrá entera. Aún conscientes de que una cruzada llena de gazapos puede augurar nuevos infiernos, es curioso advertir cómo todos los afanes del régimen apuntan a enlodarla: promoviendo la abstención opositora, infundiendo desconfianza en el proceso, manipulando la voluntad del elector… ¿qué mejor señal precisamos para reconocer la debilidad? El reto, en fin, es evitar que el abismo largamente mirado mire también dentro de nosotros: antes que la coexistencia con los modos del régimen nos confunda o normalice la anomalía, toca oponer un mínimo cálculo a la tentación de abordar un encrespado tren, con destino hacia ninguna parte.

@Mibelisi

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