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La víctima intolerable

La victimización suele armar ingratas celadas. El andamiaje de excusas para enmascarar el rencor, los hinchados llamados a la clemencia, la monopolización de la empatía, el usufructo del propio sufrimiento para exigir reparos que apestan a retaliación, a menudo terminan cediendo a la supuesta víctima el rol de verdugo. En virtud de una dinámica asentada en el beneficio que se extrae del horror, la manipulación del dolor padecido provee de una suerte de vacuna contra la crítica, e impide la transferencia de los apegos a otras opciones. No en balde el victimismo es un arma tan común en la política: la retórica del desagravio de los “excluidos de siempre”, la gesta del indignado que en nombre de sus iguales libra batallas legítimas contra el opresor -otra forma de asegurar la colaboración de terceros para deshacerse del adversario ideológico- se repite a lo largo de la historia, en todas las latitudes. Y sigue resultando poderosamente persuasiva.

Venezuela no ha sido la excepción, eso nos consta. La exposición a ciertos constructos ideológicos inmersos en el mito del “Buen salvaje» o la Teoría de la Dependencia, propinó tan letal dentellada que nuestra psique no ha dejado de sangrar: y el chavismo supo bucear en tal reguero. Representante del simbólico triunfo de los indignados, una vez en el poder (gracias a esa defensa demagógica e irrestricta de las víctimas, “lugar común de todas las ideologías que por distintos motivos se disputan el favor de las masas«, como dice Eduardo Botero) nuestro “buen revolucionario” fraguó a punta de omisiones, falsificaciones y argucias su singular armadura, presta para la demonización de sus enemigos. Bajo la consigna del “No volverán”, la predicación de una memoria justiciera e inclemente que lanza al antagonista todos los fardos del pasado -todos, aún los más improbables- y la pretensión de hacer pagar al resto por el pecado de no acompañar sus vendettas, le ha permitido escabullirse, con más o menos éxito, a la hora de asumir la responsabilidad que le corresponde. Una clave en ese proceso ha sido apostar a la macrosis del trauma: e invocar la lástima, el “efecto underdog”, la solidaridad automática, para que el colapso emotivo impidiese apreciar con claridad todo el paisaje. Pero el fiasco tras la promesa de redimir a esos marginados que se decía encarnar –el menú de penurias de la población venezolana alcanza hoy ribetes dantescos- ha hecho que el juego de la victimización del Estado resulte cada vez menos creíble.

Es inadmisible solidarizarse con quien urde tu sufrimiento. Sería un contrasentido, una patología que sólo atiende a la confusión de las víctimas respecto al distorsionado poder que sobre ellas ejercen sus maltratadores. Un régimen abusivo e impopular, sin embargo, corroído por los catastróficos resultados de su gestión, desvestido por escándalos ante cuyas secuelas pocos gobiernos en el mundo sobrevivirían (no los democráticos, al menos); convertido en el despiadado sayón de sus gobernados, se resiste a abandonar la trinchera de la martirización permanente. Una ópera bufa, cruel. Los tozudos victimarios, incapaces de interpretar los reclamos de una mayoría con la que ya no logran identificarse, persisten en su rosario de coartadas, alertas a las prebendas que aún puedan extraer de eso que Norman G. Finkelstein llamó “la cultura de la victimización”. Tras la pista de la inmunización frente a la censura, del salvoconducto para disponer de su poder cómo y cuándo les convenga (algo que resultaba viable, ciertamente, en un marco de polarización como el que promovió Chávez a su favor; pero que desapareció con él, obviamente) los del gobierno optan por exhibir los inciertos tajos que infringen los “enemigos de la Patria”: la guerra económica, los fraudes de la derecha, los conspiración de las élites, los “vulgares secuestros” que orquesta el imperio, las intrigas de Almagro en la OEA (“una campaña político-mediática sobre un estado miembro”, denuncia el embajador Bernardo Alvarez); el asesinato de un héroe de la revolución cuya ausencia, 40 años más tarde, restalla como un látigo espectral para castigar a más de una generación de opositores. “No soy yo, eres tú”: así la insoportable obligación termina mudada de sitio, como si con ello pudiesen saldar la deuda con una sociedad que alguna vez los honró con su confianza.

«Entre aquellos a quienes disgusta ser oprimidos, hay muchos que gustan de oprimir«, sentenciaba Bonaparte. Cuando tras la búsqueda de justicia sólo palpita un atávico resentimiento, la agreste necesidad de compensar a como dé lugar las propias carencias y apetitos, es improbable que aquella víctima de pronto ungida de mando logre superar sus laberintos para darle equilibrado uso a su poder. Hemos sido testigos de cómo el marketing del sufrimiento ha facilitado a algunos ese odioso status: pero no nos engañan. Lo cierto es que el cinismo del poderoso, la impostura de quien ni siquiera reconoce ya el feroz rostro del hambre, resulta francamente intolerable.

@Mibelis

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