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Las palabras dependen de quien las pronuncie

No solamente en Venezuela, sino en el orbe completo, se sufre de manipulación del lenguaje.  Pero son muy distintas la calidad y la cantidad de mensajes que son recibidos en otros lugares del planeta y las que nos vomita el régimen diariamente, ya sea por la despótica cantidad de cadenas radiales y televisivas que realiza como por la infinidad de propaganda que vierte sobre nosotros debido al desvergonzado abuso de la prerrogativa que se autoconcedió mediante la Ley Resorte.  En otras partes, en razón de la realidad mediática global, se trata de influir sobre las grandes masas para que compren algún producto, voten por tal candidato y hasta para que “paren de sufrir” adscribiéndose y (sobre todo) pagándole diezmos a ciertas sectas religiosas.  Los gobiernos y las grandes empresas de todo el mundo gastan ingentes cantidades buscando explicarnos lo que es bueno para nosotros.  Pero lo hacen con sensatez, buen gusto (en la mayoría de los casos) y dejando que, al final, sean el consumidor, el ciudadano o el necesitado de apoyo quienes tengan la decisión final de qué hacer.  Pero no por estos lados.  Aquí, los laboratorios de guerra sucia del régimen —a quienes poco les importan la libertad de comu­nicación, la democracia y el respeto al ciudadano— intentan avasallarnos con su afán de instilar el pensamiento único.  Tanto que, en algunos casos, se llega hasta el aturdimiento del oyente.

En este proceso indetenible, el lenguaje se convierte en una víctima de los intereses creados.  Porque, aunque las palabras son inalterables, responden a nociones distintas según quién las pronuncie y para qué las utilice.  Pongo por ejemplo el batiburrillo del “poder popular” con el cual han aliñado todo durante casi 19 años.  La idea es embobar a las mentes más sencillas haciéndoles creer que, en verdad, es el populacho —que ellos disfrazan de pueblo— quien tiene el poder.  Pero que no es tal.  Si no, que alguien vaya al Arco Minero y le diga al generalote al mando que necesita que le rinda cuentas de lo que se está haciendo, para dónde van el oro, los diamantes, el coltán y demás minerales que sacan.  Seguro de que antes de que termine de articular la pregunta, ya está pescoceado, esposado y rumbo a un tribunal militar por algún delito a ser juzgado por esa (in)competencia.

Vuelvo y repito: las palabras, además de denotar, también connotan.  ¿Qué pueden implicar las palabras: “tolerancia”, “democracia” y “convivencia” cuando las pronuncia alguien como Diosdi “Ojitos lindos”?  Todo lo contrario a lo que presupone para cualquier mortal sensato.  ¿O qué representan para el general jefe de la policía política las frases “boleta de excarcelación” y “libertad plena”?  Nada.  O, saltando al otro extremo, ¿qué siente el trabajador venezolano cuando el ilegítimo le dice que, porque lo quiere mucho, le ha subido cinco veces el salario en menos de ocho meses?  Frustración, no menos, no más.  ¿O nosotros, los viejitos jubilados, cuando vemos que el tipo se adorna en cadena nacional ordenándole a la banca que “a los pensionados denle todo lo que les corresponda de sus pensiones; y en billetes de alta denominación”?

De tanto usar grandes términos, que en boca de otros personajes tenían sentido, hoy están disminuidos, hasta casi despojados de todo significado.  La palabra “izquierda” siempre fue, para algunos inanes, sinónimo de reivindicaciones laborales, de carácter progresista de las leyes y las instituciones, de afanes de libertad para todos.  Con ella se siguen arropando quienes quieren llevarnos a lo más oscuro de la Rusia de comienzos del siglo XX.  Eso, en un tiempo en el cual los dogmatismos quedaron atrás y lo que impera es el pragmatismo prima facie, cuando todos concuerdan en lo que debe ser el bien común y la forma para lograrlo.  Solo los trogloditas nuestros difieren en cómo llegar a él.

“Apátrida”, “traidor a la patria”, “lacayo del imperio” ya son términos del uso diario; los usaron, los abusaron y los siguen abusando cuando ya perdieron su pegada.  En algo, por su excesivo empleo; en mucho, porque ya todo el mundo en Venezuela sabe que ellos, los mangantes, son los verdaderos cipayos, a qué imperio obedecen y lo caro que nos está costando a los venezolanos su satrapía.

Así están las cosas por la banalización del lenguaje.  Ahora resulta que “terroristas” somos los que inermemente aguantamos las embestidas de los uniformados que, con órdenes específicas de sus mandos, tratan de atemorizarnos.  Cosa que no lograron en el pasado, cuando se desmandaban causando muertos, heridos y daños a las propiedades, y que no lograrán ahora cuando las calles están momentáneamente calmadas.  Aunque la violencia con la que siguen actuando es la misma.

Si algo debe enseñarnos el estado de cosas actual es que siempre, pero más en los momentos de inestabili­dad, es mucho más importante hablar con la verdad que eso de intentar dorar la píldora.  Aunque se corra el riesgo de caer en lugares comunes y de perder popularidad —si es que todavía les queda alguna…

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