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Los dilemas del acoso

La película de 2014, “Wiplash”, escrita y dirigida por Damien Chazelle, lanza una penetrante mirada a las relaciones de poder entre el prestigioso y abusivo director de una orquesta de jazz y un estudiante, un joven baterista ávido de reconocimiento, ora quebrado, ora retado por la amenaza de convertirse en eventual víctima del maestro, el “Gran Otro”. El atisbo al brutal intercambio, una narración espoleada por la angustia del acoso, la búsqueda obsesiva de la perfección en el arte, y sus chantajes; el tenso, neurótico pulso marcando la vida de los personajes -ambos, al final, tratando de ver quién vence a quién- logra situarnos en medio de la tenaz dinámica de un campo de batalla. La última escena, de hecho, un concierto donde maestro y alumno pujan por imponer su ritmo y condiciones al otro, la recrea magistralmente. La temática no resulta ajena para quienes distinguen en el rostro del maltrato la feroz saña de los acosadores, siempre destructivos, no importa cuán virtuoso parezca su objetivo. El ejercicio de la autoridad signado por la humillación, por la dominación y el miedo, termina ineludiblemente asociado a los horrores de la tiranía.

Los últimos 18 años de nuestra historia han estado marcados por esa agonía. El estilo de Chávez, un caudillo border-line convencido de que la obligación de atornillar una “revolución necesaria” para “salvar a la especie humana” lo dotaba de cierta patente de corso para sus desmesuras y modos no-democráticos, convirtió a Venezuela en un pequeño-gran feudo: allí, las opciones parecían limitarse a soportar y acatar los caprichosos respingos de la batuta del líder –un instrumento de la “voz del pueblo”, la de las mayorías- o huir. La danza entre ceder o resistir, entre abrazar sumisos los latigazos del Síndrome de Estocolmo o protestar, ha sido implacable. No obstante, a pesar de todos los esfuerzos por recluirnos en el exiguo salón del pensamiento único, el del orden cerrado y la lógica unísona del cuartel, una parte de la sociedad –una cada vez más numerosa, por cierto- se ha negado a abandonar la defensa de su derecho a disentir, a ser reconocida en su singularidad.

Visto en doliente perspectiva, este país ha implicado echarse al hombro el fardo del desgaste, sin duda. Pero caemos y nos levantamos: entre aciertos y bemoles, una oposición democrática aferrada al valor del voto para promover cambios pacíficos, ha adquirido aprendizajes que rinden fruto justo cuando la crisis adopta su más pasmoso rostro, el de la penuria y la incapacidad oficial para solventarla. El dilema que plantea el admitir ser víctimas silenciosas del acoso u optar por elevar la voz ante la calamidad, parece haberse empezado a dilucidar a partir del 6D. Naturalmente, no puede haber victimario si no hay víctima: una nueva mayoría en activo tránsito hacia el ejercicio de una plena identidad ciudadana va entendiendo que la autoridad no es un equivalente del poder, y que si ese poder no se administra con justicia, justo es cuestionar su legitimidad.

El empoderamiento progresivo, la toma de conciencia que surge de entender que reside en el gobernado la posibilidad de conferir o quitar el mando a un gobernante; ese rechazo a la sujeción que sobre la propia razón ejerce la tóxica heteronomía de la voluntad, ha ido cobrando cuerpo. Amén de la masiva asistencia a la Toma de Caracas en contraste con las menguas del chavismo, lo ocurrido recientemente en Nueva Esparta resulta revelador. Reducto chavista en épocas de derroche de carisma y recursos, el pueblo de Villa Rosa retó a esa probabilidad de que una persona o grupo logren imponer de forma recurrente su voluntad sobre otros, a pesar de las resistencias; el poder, tras la indócil irrupción de las cacerolas, quedó redondamente deslegitimado.

Pero el pecado de autonomía no pasará jamás por alto para estos cultores del bullying político, lo sabemos. La necesidad de reactivar el pavoroso binomio dominio-sumisión en tiempos en que el chavismo se sabe sin andamios, sin pedestales ni basas, se vuelve imperativa. El acosador no da treguas, no brinda espacios para recuperar el aliento, no reconoce que hace daño: sólo sabe de provocaciones y métodos que aunque moralmente reprochables, cree que serán justificados por sus fines. Por eso la gavilla contra opositores, la persecución, la tortura y el  encierro inhumano. Por eso la nueva amenaza de Diosdado Cabello (recientemente caceroleado en Acarigua) de tomar empresas que se paralicen por las protestas. Por eso Elías Jaua, reacio a leer el ejercicio de limitación al poder implícito en el cacerolazo, lo califica de “instrumento para la promoción del odio que tiene que ser penalizado”… Ahora, ¿podrá el miedo convertirse en un eterno sucedáneo del respeto? Difícilmente. Ya no.

No es lo mismo el odio que el desamor, conviene recordarlo. Alguien que aprende a quererse a sí mismo no puede seguir queriendo a su verdugo, para decirlo con Alice Miller. El alcance de esa certeza, aunque luzca imperceptible, nos hace sumamente poderosos, hábiles para marcar nuestro tempo a aquellos cuyos maltratos dilapidaron la antigua devoción, y hasta el respeto.

@Mibelis

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