Opinión Internacional

De antiamericanismo y otras imbecilidades

Con ocasión del debate en la OEA sobre la democracia hemisférica, hemos visto nuevamente desatarse los reflejos irracionales antiamericanos, no sólo los de los tradicionales detractores, sino también los de sectores y personalidades que siguen manteniendo su aversión a los EEUU por razones no estrictamente ideológicas. Si bien estas reacciones en muchos casos son retóricas o fingidas (no está bien visto mostrar simpatías por el imperio yanqui), en su mayoría son posiciones prejuiciados, adoptadas desde el interés particular.

Esta obcecación ampliamente extendida, en la que se dan la mano la derecha y la izquierda, y que asume envolturas retóricas antiimperialistas, soberanistas, nacionalistas, latinoamericanistas o tercermundistas, ha estado presente en los últimos siglos y ha sido utilizada en función de intereses políticos o económicos particulares.

Desde su nacimiento como nación independiente, hacia los EEUU ha existido siempre una cierta tirria, que vista más profundamente, tiene su origen en el orgullo herido de las antiguas potencias europeas, lo que las llevó a despreciar, en palabras de un intelectual del siglo XIX, a un país de granjeros y tenderos ignorantes que ni siquiera tenían literatura ni conocían la ópera. El alemán HEINE escribiría: “Algunas veces pienso zarpar para América, esa pajarera de la libertad habitada por brutos que viven en igualdad”. EEUU, para el poeta romántico, era “una gigantesca prisión de la libertad” donde “la más vasta de las tiranías, la de las masas, ejerce su cruda autoridad.
Ciertamente, como lo ha señalado J. Ceaser, “El antiamericanismo, aunque tiene algunos de los elementos de un prejuicio, ha sido básicamente una creación del «alto» pensamiento y la filosofía europeas. Algunas de las mayores mentes europeas de los últimos dos siglos han contribuido a su creación”. Según este autor, “El antiamericanismo descansa en la idea singular de que algo asociado con Estados Unidos, algo en el centro mismo de la vida americana, es profundamente injusto y amenazante para el resto del mundo”.
En América Latina, sin duda, heredamos esa visión europea. No obstante, cabe hacerse la pregunta sobre si el discurso antiestadounidense se pudo haber reforzado a partir de aquellas palabras de Bolívar que acusaban a aquel país -sin explicar porqué- de estar destinados por la providencia a llenar de miseria nuestros pueblos en nombre de la Libertad. Es probable que viniendo de quien venía, tal afirmación haya contribuido a crear un Bolívar antiimperialista y antiamericano, olvidando que él escribió en otra oportunidad palabras que ponen en duda tal condición y evidencian, más bien, un pro-imperialismo selectivo.

En efecto, en Carta a Santander, Bolívar, sin ningún recato e imprudentemente, dice: “Entreguémonos en cuerpo y alma a los ingleses. No podemos existir aislados, ni reunidos en federación sino con en el beneplácito de los ingleses. Toda América junta no vale una armada británica”. Esto equivalía a mencionar la soga en la casa del ahorcado. Declarar esto en un continente que venía de expulsar a las potencias europeas y no quería saber más de esos imperios, aparte de ser una torpeza política insólita, incrementó la oposición a su liderazgo y ya sabemos donde fue a parar, execrado, decepcionado (“Esta América es ingobernable”, “el que sirva una revolución ara en el mar”, “la única cosa que se puede hace en América es emigrar”) y hasta deplorando la insurrección contra los españoles. ¿De donde sacan entonces al Bolívar antiimperialista del que se consideran herederos los Chávez del continente?
Lo cierto es que posteriormente Martí, Rodó y Vasconcelos, entre otros, pusieron también su parte contribuyendo al desarrollo del ideario antiamericano. Lograron estos pensadores crear una matriz de opinión que colocaba al mundo anglosajón del Norte enfrentado al hispano del sur, como dos regiones irreconciliables, con destinos distintos y excluyentes.

Sin lugar a dudas, los éxitos económicos y políticos de aquel país han despertado envidias y una conducta antagónica irracional y hostil de muchos.

Basta con que el gobierno estadounidense acometa una acción, sea positiva o no, o se mantenga al margen de una situación que el acusador considera de su incumbencia, para que inmediatamente se dispare la pavloviana reacción condenatoria. Los efectos de esta persistente actitud no pueden ser menos nefastos, sobre todo, en América Latina (AL).

El antiamericanismo, desde luego, siempre ha dado buenos dividendos políticos. Se ha señalado que es el argumentario preferido del perfecto idiota latinoamericano, y hoy lo seguimos viendo en las consignas que recorren las calles de América Latina. En estos días, por ejemplo, en Bolivia, extrañamente, en lugar de pedir empleos, subida de salarios, aumento de las inversiones, mejoras de la educación y la salud, los manifestantes arremeten contra abstracciones o agravios de hace 5 siglos. No se lucha por cosas concretas, sino por ideas nebulosas e irreales. Seguimos en las mismas, detrás de utopías y demonios. Y entre estos últimos, obviamente, las transnacionales, el imperio norteamericano, el ALCA, cuando no, Cristóbal Colón y los conquistadores españoles.

Porque no se trata de que no se pueda criticar nada de los norteamericanos o cuestionar las políticas del gobierno de esa gran y admirable nación, que es EEUU. Históricamente se han formulado desde AL reprobaciones a conductas juzgadas abusivas en distintas momentos de la historia hemisférica. Iniciativas generadas en el Norte, en varias oportunidades, no han sido acompañadas por los latinoamericanos, y muchas presiones han sido resistidas.

De lo que se trata es de llevar unas relaciones hemisféricas civilizadas y pragmáticas, reconociendo realidades, responsabilidades, diferencias y los intereses de cada actor, en un mundo en mudanza y reacomodos permanentes, cada vez más complejo y difícil, y en la búsqueda de mayor equidad.

Así como tenemos la convicción de que EEUU no puede asegurar y potenciar sus intereses aislándose de sus vecinos, también estamos persuadidos de que con la confrontación estéril que implica el antiamericanismo de nuestras elites, principalmente las políticas, no se abrirán cauces efectivos a la solución de los problemas que padecemos. Mientras no admitamos que los latinoamericanos necesitan más de los EEUU que ellos de nosotros, nos guste o no, habrá pocas posibilidades reales de convergencia y entendimiento. En tanto sigamos viéndolos como un bloque compacto, sin matices, y nos neguemos a identificar allí las distintas visiones, las autonomías de sus poderes políticos y la variedad de intereses sociales, no comprenderemos las potencialidades que albergan nuestras relaciones con ellos.

Si en EEUU se imponen la arrogancia y las conductas aislacionistas o unilateralistas, y el poder blando del que habla J. Nye Jr. es sustituido por la mera fuerza de la superpotencia planetaria, tampoco será posible un mundo en paz o un hemisferio integrado y seguro. Entre “el grande la familia”, como lo llamó Rómulo Betancourt, y el resto de los países deben fortalecerse los lazos con base en principios de respeto y equidad.

Con los norteamericanos, VENEZUELA ha sostenido relaciones respetuosas y cordiales durante 200 años. Es nuestro principal socio comercial. Nunca nos hemos enfrentado en guerras, ni ellos nos han agredido militarmente. Incluso cuando las cañoneras de varios países europeos bloquearon nuestros puertos principales a comienzos del siglo XX, EEUU se puso de nuestra parte. En nuestro negocio más importante, el petrolero, gradualmente fuimos tomando el control de su industria que ellos manejaron hasta nacionalizarla, y esto no fue motivo para confrontaciones violentas ni graves tensiones. EEUU invierte en Venezuela, ajustándose a nuestras leyes, y nos proveen de tecnologías y otros bienes de los que no disponemos. Los venezolanos invertimos en el Norte sin problemas. Nuestro comercio de importación alcanza cifras significativas.

¿Tenemos razones válidas para dañar estas relaciones fructíferas para ambos? ¿Qué clase de extraña locura puede conducir a un gobernante a socavar unos vínculos históricos sólidos, satisfactorios y provechosos, mediante ataques personales, insultos y hasta expresiones vulgares y soeces?
América Latina y EEUU están condenados a entenderse y lo seguirán haciendo. El desencuentro o la bifurcación de caminos que se produjo a partir de la independencia, que algunos perturbados quieren ampliar, tiene que transformarse en una confluencia vigorosa y auspiciosa. Se impone la convergencia, el diálogo y la armonía. En una América incluyente no puede haber espacio para los resentimientos históricos, los prejuicios, los complejos y la arrogancia. La confrontación estéril no conduce a ningún lado. Las ideologías anacrónicas y la irracionalidad no pueden seguir signando nuestras relaciones.

El desigual desarrollo que ha caracterizado el continente americano hasta hoy no es un destino ni una fatalidad. Los resultados contrastantes de hoy entre la América anglosajona y la hispánica tienen que mucho que ver con una visión que ha pretendido colocarnos como antagonistas irreconciliables y condenados a vivir aislados, so pretexto del idioma y/o de las raíces española e inglesa. Estamos obligados por la geografía, la historia, la economía y los valores occidentales a entendernos. Por encima de todo, el hemisferio deber concebirse, como diría Vargas Llosa, en términos de “la realización de un futuro y no como la resurrección del pasado”.

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