Opinión Internacional

El bien y el mal

Luego de la agresión terrorista a los Estados Unidos, el presidente Bush declaró la guerra del bien contra el mal. Reintrodujo, así, el maniqueísmo que la cultura
occidental ya comenzaba a sepultar, tras siglos de conflictos fundados en este equivocado principio. El maniqueísmo fomentó las Cruzadas Cristianas contra los pueblos islámicos y, más tarde, el exterminio de judíos por las tropas de Hitler y de
disidentes por la policía de Stalin.

¿Tiene sentido identificar a los Estados Unidos como el bien, y a sus críticos y enemigos con el mal? La Torá y la Biblia, que (felizmente) preceden al platonismo, encaran esta cuestión con sabiduría divina, fieles a la visión no dualista de la cultura
semita. El bien y el mal cohabitan en nuestro corazón. La libertad consiste, justamente, en saber escoger entre el egoísmo y el amor. Y no se puede decir que los Estados Unidos, a lo largo de su historia, haya batallado más por la prosperidad de los pueblos del mundo que por la hegemonía y por las ganancias financieras de Tío Sam.

Desde que se creó la Doctrina Monroe, en 1823, Estados Unidos anexó Puerto Rico a su dominio (1898), invadió Cuba (1902), ocupó el Canal de Panamá, implantó dictaduras militares en el Cono Sur, fomentó el terrorismo contra Nicaragua sandinista, entrenó torturadores en sus escuelas militares y, ahora, propone el ALCA como forma de control del comercio continental.

La Casa Blanca, que lanzó Napalm sobre el territorio de Vietnam y, en el gobierno de Clinton, bombardeó a la población civil de Sudán es, hoy, víctima de su propio poder. La ley del talión, adoptada por Bush, comprueba que el agredido se compara con el agresor cuando se venga con los mismos métodos. Así como las víctimas del World Trade Center y del Pentágono no merecían el trágico fin que tuvieron, las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki tampoco deberían haber sido exterminadas bajo dos bombas atómicas.

Saddam Hussein, marioneta de la Casa Blanca lanzada contra la revolución islámica de Irán, demostró que el hechizo se volvió contra el hechicero. Desde 1979, Osama Bin Laden se convirtió en el brazo armado de la CIA contra la ocupación soviética a
Afganistán. La CIA le enseñó a fabricar explosivos y a realizar ataques terroristas, a engrosar su fortuna a través de empresas fantasmas y paraísos fiscales, a operar códigos secretos e infiltrar agentes y comandos. Bin Laden es producto de los servicios americanos, afirmó, la semana pasada, el escritor suizo Richard Labévière. Derrumbado el Muro de Berlín, desde 1990 Bin Laden pasó a apuntar su arsenal terrorista hacia el corazón del Tío Sam.

La postergación indefinida de la paz en el Medio Oriente, con la efectiva creación del Estado Palestino, es otro factor de irritamientos y xenofobias. Mientras las resoluciones de la ONU por aquella región no sean tomadas en serio, y Gaza y
Cisjordania devueltas a los palestinos, las armas continuarán tratando de poner fin a un conflicto que sólo la política puede solucionar.

Al conmemorar sus 80 años, el cardenal Arns pidió, el pasado viernes, que todos presionen al gobierno de Fernando Henrique Cardoso para que no apoye ninguna actitud de venganza por parte de los Estados Unidos. Los terroristas deben ser castigados por el repugnante crimen que cometieron, pero poblaciones inocentes
no pueden ser sacrificadas.

Muchos de nosotros somos pacifistas hasta que un ladrón entra en nuestra casa y mata un ser querido. Entonces, somos dominados por los mismos sentimientos del bandido, dejando salir al asesino que se escondía en los plieges de nuestro corazón. Al imponer el precepto de amar a los enemigos, Jesús no respaldó al ingenuo que imagina que habrá paz sin ser fruto de la justicia. Exigió, justamente, que no hagamos al prójimo lo que no queremos que él nos haga a nosotros. Por lo tanto, no se trata de no tener enemigos, pero si de evitar tratarlos con deshumanidad, alimentando la espiral de violencia.

Así como la paz romana no se edificó en el odio a los cristianos, ni la nazista en el odio a los judíos, la paz americana no tendrá futuro si fomenta el odio generalizado a los pueblos islámicos. Sin ellos, la cultura occidental no sería lo que es. Los judíos nos legaron a Marx, Freud, Einstein y tantos otros genios de las ciencias y de las artes, de los árabes recibimos la matemática de Al-Khwarizmi, la física de Al-Kindi y
Alhazem, la filosofía de Averroes y Avicena.

Es hora de que los Estados Unidos demuestren que son los paladines de la democracia, no sólo por el respeto a las diferencias, sin transformarlas en divergencias, sino también por el fin de su apoyo a los gobiernos autocráticos del mundo árabe, donde la libertad paga el injusto precio de los barriles de petróleo.

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