Opinión Internacional

El siglo XXI, ¿cómo habrá de ser?

AIPE- El siglo XX fue, ante todo, el siglo del comunismo. La guerra de 1914 liquidó el mundo de la Pax Britannica, el patrón oro, el libre cambio y la universalidad de la economía de mercado. Y, cuando ese primer acto de la tragedia bélica del siglo se cerró, el mundo ya tenía injertada una potencia consagrada al marxismo. Siglo en cierto modo del totalitarismo, ya que a Lenin le salió un imitador germánico que se llamó Adolf Hitler. Pero el ciclo nazi no dura más que una docena de años. La estela de muerte y desolación con que sale de la escena histórica es sobrecogedora, pero el experimento marxista, que dura 70 años, extendido eventualmente a un tercio de la humanidad, con un amplio record de víctimas, es desde todo punto de vista el que marca más intensamente la centuria que acaba de cerrarse.

Del imperio comunista, sin embargo, hoy no quedan sino reductos que, por trágicos que humanamente sean, carecen de significación histórica. Al iniciarse el nuevo siglo lo que resplandece es la lección que nos deja el viejo: todo el marxismo es mentira. Ni sobre la clase de país propenso a la revolución proletaria, ni sobre la eficacia de la economía centralizada, ni sobre el hombre nuevo que una sociedad genuinamente comunitaria habría de crear, ni sobre nada, hay una palabra de verdad que podamos rescatar en la obra del barbado profeta.

No me parece aventurado el pronóstico de que la humanidad se verá libre del azote rojo que la afligió en el siglo XX. Aunque en China una potencia nominalmente comunista subsiste, ya ha renegado de los principios colectivistas, y seguramente el florecimiento pleno e inevitable de la economía de mercado terminará por eliminar los vestigios políticos del régimen. Aunque a veces oye uno afirmar que de experiencias individuales de colectivismo no pueden extraerse conclusiones definitivas, no parece que haya gente dispuesta a matar otros 100 millones de seres humanos por ver si otra variante de la misma cosa podría resultar.

Eso no significa, por supuesto, el fin de la izquierda. Ni del socialismo, un concepto proteico estrechamente afín al de izquierda. Pero no será ya, es preciso pensar, una izquierda de Revoluciones, con R mayúscula, sino una izquierda de crítica a los valores del estado liberal, a la ética burguesa, a las convicciones morales que sirven de cimiento a la economía de mercado, y de aprovechamiento de la democracia que esa economía sustenta para intentar plasmar en leyes y en sentencias judiciales los proyectos que fluyen de su cultura alternativa.

Es propio de la historia que los acontecimientos de un siglo tengan su origen en el lapso precedente. Pienso que la revisión de los hechos de la parte final del siglo XX, digamos de su último tercio, puede suministrarnos una pista sobre lo que nos espera de aquí en más. En 1968 estalló en París una revolución de estudiantes, y por entonces en Estados Unidos, en Berkeley y numerosas otras universidades, hubo un sinfín de episodios violentos. No movía a los revoltosos una doctrina articulada, como la de Marx, sino una aversión al sistema establecido, a la cultura de sus padres, de la que abominaban. Los acontecimientos eruptivos cesaron, pero la contracultura –como pasó a llamarse su colección de convicciones y sensibilidades- se consolidó, a medida que los revolucionarios maduraron y se transformaron en escritores, músicos, profesores y jueces. Al respecto es en Estados Unidos, y sobre todo en aquellos de sus intelectuales que paradójicamente llaman “liberals”, que se posa mi pensamiento sobre este tema.

La tarea de demolición cultural ha continuado sin interrupción y si, como pienso, la nueva centuria nos presenta una izquierda de proyectos concretos, por supuesto con su consustancial intención igualitaria –de igualdad de resultados, no sólo de oportunidades- la contracultura resultante será la cantera de donde los proyectos se extraerán. Igualdad de razas (que no significa fin a la odiosa discriminación, sino despiadada discriminación contra la raza ex privilegiada, a fin de procurar igualdad de resultados; igualdad de sexos; igualdad de orientaciones sexuales; igualdad de capacidad intelectual (mediocrización de la enseñanza y abolición de las distinciones a la excelencia). De ahí, además, proscripción de todo cuestionamiento de la igualdad de hecho en todo sentido, por «políticamente incorrecto», susceptible de las mayores sanciones en el mundo académico tanto como empresarial, mientras lo «políticamente correcto» usurpa el trono de la verdad. Al mismo tiempo, la igualdad esencial de todos los seres humanos conduce a la atribución de toda desviación en la conducta a factores exógenos, fundamentalmente socio-culturales, lo que pone en tela de juicio el fundamento ético del castigo por los delitos cometidos, con el consiguiente ablandamiento de la justicia, y la consiguiente escalada de la criminalidad. En igual sentido, atribución a la cultura ambiente por toda diferencia de comportamiento o realización entre los sexos (que consiguientemente deben llamarse «géneros», por carecer lo sexual propiamente dicho de significación).

La cultura que todavía no ha incorporado estos principios es alienante, y el no sentirse alienado ante ella, una muestra de falta de autenticidad. Por ello, al mismo tiempo, todas las tradiciones que perpetúan los valores heredados son anatema, y la familia, la institución clave en la transmisión de tradiciones, digna de desprecio. Mientras la reproducción al margen de la familia recibe generoso apoyo financiero del estado y crece exponencialmente.

La contracultura no reina aún, pero avanza en Estados Unidos y en todo el mundo, con el poder amplificador de la televisión, el cine y la música popular; y con su despliegue la civilización occidental arriesga un colapso autogenerado. En el siglo XX, el enemigo estaba del otro lado de las murallas. Ahora estará dentro de ellas. El fin de la civilización amenazaba hasta hace poco del lado de un holocausto nuclear, o de la invasión de los bárbaros. Hoy en día el peligro está insidiosamente entre nosotros. La economía mundial todavía luce pujante, pero ella es hija de una cultura que exalta los valores del trabajo, del ahorro, de la honestidad, de la familia, de la vida. Sin las virtudes que le dieron origen, el capitalismo no podría subsistir.

Presuntamente el XXI no repetirá los cruentos conflictos de su antecesor, pero no será menos que aquél un siglo de lucha. Cuidado con los falsos profetas, que nos instarán a disfrutar de los frutos del progreso tecnológico, sintiéndonos seguros y en paz. Siempre los ha habido, desde los tiempos de Jeremías hasta hoy. Debemos estar listos para la lucha: ésa es la única verdad.

Abogado uruguayo, ex presidente de la Sociedad Mont Pelerin y del Banco Central
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