Opinión Internacional

Elecciones en España: El hidrógeno y la estupidez

Leí hace años que sólo hay dos cosas universales: el hidrógeno y la estupidez. Yo, entonces, no había ido a un mitin y, claro, no me lo creí. Ahora sí. Va uno a un acto al que asisten personas absolutamente convencidas del sentido de su voto a oír argumentos sobre a quién deben votar y encuentra uno ancianas comportándose como niñas de quince años. Al menos las adolescentes se ponen histéricas por chicos y chicas de buen ver, pero llamar guapo a Aznar, “salao” a Almunia o simpático a Frutos escapa a mi capacidad de comprensión. Después llega la sesión de besos. Todo el mundo quiere besar al candidato, a pesar de que Aznar y Almunia raspan (con su barba de oveja roja de buena familia o su bigote de oveja azul de buena familia). Todo lo que ocurre en un acto electoral está hecho para insultar la inteligencia del oyente. Las banderitas, los aplausos a golpe de regidor -como en los programas cutres de televisión-, los chistes preparados y mil veces repetidos, las risas falsas, los saludos entusiastas entre enemigos. En realidad, uno consigue llegar con la idea de que va a votar a éste o al otro y sale anarquista, después de escuchar exactamente lo mismo que hace cuatro años: ¡Bajaré los impuestos! ¡Reduciré el paro! Siempre dicen parte de la verdad, sin duda, pero la obvia, la indiscutible. Una campaña es un almacén de “lugares comunes” (paz, libertad, fraternidad…) listos para incumplirse. Pero lo que más me molesta de las campañas electorales es la ausencia de alternativa. Hay opciones de un mismo credo -eso que Marta Hannecker llama Macdonalización-, pero no hay ninguna alternativa a las diversas variantes del pensamiento único. Uno busca entre la paja un granito de lo menos malo y acaba deprimido entre la mercadotecnia y las promesas hueras. Uno descubre rápido que era muy real que la estupidez y el hidrógeno son universales. Pero al ver las otras alternativas: el fascismo, el populismo, uno decide hacerse cínico y elegir al más listo de los malvados. A fin de cuentas los malvados descansan, los estúpidos jamás.

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