Opinión Internacional

‘La fiesta del chivo’

El último libro de Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo, muestra que si se tiene el talento de hacer un fiel retrato de un país nuestro, se logra una gran novela.

Con idéntico entusiasmo, dos amigos que acababan de leer La fiesta del chivo me llamaron la semana pasada por teléfono para decirme lo mismo: era la mejor novela de Vargas Llosa. Hasta ese momento, yo seguía dudando entre concederle semejante trofeo a Conversaciones en la catedral o a La guerra del fin del mundo. Pero apenas empecé a leer La fiesta del chivo, no pude soltar el libro. Lo terminé a las tres de la madrugada (oía de pronto a los cuervos marinos que a esa hora largan gritos o risas tenebrosas en los tejados de la vieja Roma) y ya no me quedó la menor duda: mis amigos tenían razón.

Siempre me dije que Vargas Llosa se había empeñado en una peligrosa apuesta. Después de Yo el supremo, El recurso del método, Oficio de difuntos y sobre todo El otoño del Patriarca, ¿qué podía rasparse en el fondo de la olla a propósito del dictador latinoamericano? A Mario semejantes referencias no lo desalientan. Es un Aries peligroso: en toda empresa suya pone una asombrosa mezcla de ardor, de fanática tenacidad y de una disciplina idéntica a la que debió martirizarlo en el Leoncio Prado. Con esas dotes, puede romperse la cabeza o ganar su apuesta. Y en este caso, la ganó.

¿Cómo lo hizo? En primer término, no incurrió en la ya devaluada astucia de ponerle máscara a un dictador real, inventándole un nombre y un país. García Márquez había evadido este mismo peligro, llevando la hipérbole a una latitud mágica y sirviéndose de toda su orfebrería poética para hacer de su patriarca una desmesurada metáfora del dictador tropical: sin ser ninguno de ellos en particular, los representa a todos. Mario tomó el camino inverso. Se sumergió temerariamente en la realidad, la de Leonidas Trujillo y de la República Dominicana, realizando un monumental trabajo de reportero, parecido, supongo, al que hizo Truman Capote para escribir A sangre fría. Su Trujillo es Trujillo, el de verdad. Su entorno y sus horrores también. Y con este material vivo en su mano, el novelista hizo lo suyo.

Es decir, una prodigiosa obra de ingeniería narrativa. En torno a tres relatos alternativos que establecen un contrapunto electrizante, asistimos al último día de Trujillo, a la empresa suicida de quienes se han propuesto matarlo y al breve regreso a su país, muchos años después, de Urania, la hija de un colaborador del régimen caído en desgracia. La novela nos ofrece no sólo una galería de personajes bien esculpidos, sino ante todo la hazaña de seguir la historia a través de sus propios puntos de vista: el de Trujillo, el de Balaguer, el de cada uno de los conspiradores y el de Urania, quien ha almacenado en la memoria aquella pesadilla.

Los personajes más fascinantes del libro son Trujillo y Balaguer. Del primero sabemos todo: sus pensamientos recónditos, sus desafueros sexuales (por algo lo llamaban El Chivo), el bárbaro fin que destinaba a sus enemigos, pero también sus escrúpulos. No quería que sus hijos, su mujer y sus amigos sacaran dinero al exterior. Nunca pensó en exiliarse. Está seguro de ser un Benefactor. “Por este país me he manchado las manos de sangre”, declara en un almuerzo. Y para que, según él, los negros no lo colonizaran, se enorgullece de haber hecho masacrar 20.000 haitianos en 1937.

Balaguer es su opuesto. Mientras vive Trujillo, es sólo un opaco colaborador suyo, un hombre pobre, austero y devoto, que no bebe, no roba, no tiene esposa ni mujeres ni ambiciones, pronuncia discursos presentando al tirano como enviado de Dios y se conforma con ser un presidente fantoche. Asesinado Trujillo, se descubre el otro Balaguer: un político de asombrosos y sutiles manejos florentinos que se las arregla para hacer el difícil tránsito hacia la democracia, enviando amablemente al exilio a los parientes y a los sangrientos esbirros del dictador, con los bolsillos llenos de dólares y sin reparar en sus últimos crímenes.

Cosa extraordinaria, leyendo el libro no sabe uno dónde está la realidad y dónde la ficción. No resistí la tentación de preguntárselo a Mario. Lo llamé el día que cumplía 64 años. Viajaba él en auto de Lyon a París con un teléfono celular al alcance de la mano. Sí, me dijo, había personajes ficticios (Cerebrito era uno de ellos) al lado de otros reales. Pero aún aquellos, tenían sustento en la realidad. Y aunque esto no necesitaba decírmelo, allí estaba la clave de La fiesta del chivo: la realidad de un país nuestro es tan desbordante y terrible que, si se tiene el talento de hacer un fiel retrato de ella, se logra una gran novela.

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