Opinión Internacional

La mesa global

Se puede vivir sin estudios, productos industrializados, obras de arte y, en los trópicos, hasta sin ropa. Imposible es prescindir de comida y de bebida. La bailarina y el Papa, el Nobel de Química y tornero, el príncipe y el indígena, todos se
diferencian en cuanto a hábitos y costumbres, equipajes e intereses, pero coinciden en un punto: dependen de su ración diaria.

Dotados de capacidad reflexiva -saben que saben lo que saben- el hombre y la mujer son los únicos animales que no enfilan la boca directamente en los alimentos. Capaces de reproducirlos por la agricultura y la pecuaria, evitan comer carne cruda, lavan las frutas y verduras, cocinan las legumbres y asan los granos. De la mezcla de trigo, agua, manteca, sal y levadura, obtienen el pan, así como extraen cerveza de la cebada y vino de la uva.

Si deja de comer y beber, el ser humano se debilita y muere. El alimento le es tan imprescindible que, con la llegada del mercado, pasó a tener valor de trueque. Entre los indígenas tribales, todavía hoy el alimento posee apenas el valor de uso. La ambición de lucro hizo que se destruyan plantaciones de granos y frutas, para evitar la caída de los precios, aunque haya millares de hambrientos.

En la sociedad capitalista, el valor de un producto alimenticio supera el de una vida humana. En Brasil, donde no faltan alimentos, 32 millones de personas pasan hambre, y cerca de 300 mil niños, menores de cinco años de edad, mueren de desnutrición a cada año.

Según la ONU, hay 800 millones de miserables entre los 6 mil millones de habitantes de la Tierra, en la cual se producen alimentos suficientes para 11 mil millones de bocas. Esos datos comprueban que no haya exceso de bocas, ni insuficiencia productiva. Lo que hay es injusticia. La mesa global no es accesible a todos los seres humanos. Mientras unos pocos se hartan, al punto de que se dan el lujo de hacer dieta, la mayoría busca, inclusive en la basura, migajas que sobran.

El grado de justicia de una sociedad puede ser valorado por el modo como los alimentos son distribuidos entre todos los ciudadanos. El mayor escándalo de este cambio de milenio es la contemporaneidad del hambre como un fenómeno colectivo.

Llegamos a la Luna y nos preparamos a desembarcar en Marte. Sin embargo, aún estamos lejos de hacer que los nutrientes esenciales lleguen al estómago de millares de hombres y mujeres.

Se producen transgénicos sin que se produzca justicia.

Todo cristiano debería arrodillarse al entrar en una panadería. Símbolo de la vida, el pan es el más universal de los alimentos. Se come todos los días y no empalaga. En Jesús, Dios se hizo pan. «Yo soy el pan de la vida» (Juan 6,35). Signo de lo divino, el pan realza la vida como don mayor de Dios. Padre Nuestro/pan nuestro. Quien reparte el pan, comparte Dios.

En la Semana Santa celebraremos la institución del sacramento de la presencia viva de Jesús en el pan – la eucaristía. Poco antes de ser apresado, Jesús repartió el pan entre sus compañeros y dijo: «Este es mi cuerpo». Distribuyó enseguida el vino: «Esta es mi sangre». Y pidió que hiciéramos lo mismo en su memoria.

Este pedido significa construir una sociedad en la que todos tengan acceso, como en la mesa eucarística, a la comida y a la bebida, dones de vida. Hacer de nuestra existencia pan y vino para que otros tengan vida. Vivir en comunión, lo que socialmente solo será posible si llevamos a la práctica lo que reza el sacerdote al consagrar el pan y el vino en cuerpo y sangre de Jesús: repartir los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano.

El sufragio universal abre a todos las puertas de la política. El Internet, los canales de información. Está faltando el democrático acceso a los bienes de la vida. Lo que no ocurrirá mientras perdure el capitalismo, que prioriza el lucro y defiende la concentración privada de la riqueza, aún en detrimento de la posibilidad de vida de millones de seres humanos.

La eucaristía y la Pascua son señales que subvierten a la sociedad marcada por la desigualdad social. El Dios que resucitó a Jesús es el mismo que nos dio todo para que fuese de todos. El paraíso es una invención divina. El egoísmo humano, empero, inventó el pecado y, en consecuencia, la exclusión del Jardín del Edén.

Solo el amor, traducido en repartición de bienes y dones, como en una familia, rescata la fraternidad que debería unir a todos los seres humanos. Entonces, la eucaristía se haría «carne» en el tejido social y la resurrección de los cuerpos se tornaría un acto político. Y todos verían, como señala el Apocalipsis, la tienda de Yavé erguida entre nosotros (21,3).

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