Opinión Internacional

La muerte llegó en avión

Esta vez la realidad superó a la fantasía. Autores famosos, como Irving Wallace, escribieron novelas sobre una eventual tragedia en Nueva York, pero en el epílogo de sus libros, a última hora, unos policías sagaces evitaban la catástrofe en la Gran Manzana.

Ahora no hubo policías sagaces sino policías muertos, y al por mayor. El fin de la Guerra Fría virtualmente había acabado con los servicios de inteligencia de Estados Unidos. El coloso del norte estaba como un boxeador con la guardia baja. Tenía la confianza de que jamás sería blanco de masivos ataques terroristas. Que nunca aparecería otro Timoty McVeigh.

Sus habitantes ni en sueños imaginaron que un puñado de fanáticos fundamentalistas árabes acabarían en cuestión de minutos con gran parte de su tradicional forma de vida. Aquella basada en la confianza de que en su suelo no podían ocurrir cosas que pasaban en otras latitudes y a otras gentes.

Desde el martes 11 de septiembre Estados Unidos es otro país. Ahora y en cualquier parte cualquiera podrá ser requerido a mostrar sus documentos. En los aeropuertos todos serán sospechosos ante todos. Las libertades civiles, de las que se ha ufanado siempre la gran democracia, penden de un hilo.

Estados Unidos está en guerra. Y esta será una guerra larga y sangrienta. Tras lo ocurrido en NuevaYork y en Washington, la ira del país ha hecho clamar a casi todos por la venganza. Una onda de patriotismo recorre el país de costa a costa.

El presidente GeorgeW. Bush pidió 20.000 millones al Congreso para armar el engranaje de guerra y el Congreso le dobló la cantidad en una votación unánime sin precedentes. Este domingo las iglesias de todo Estados Unidos se abarrotaron de fieles. De todas, la gente salió cantando el himno norteamericano y el God Bless America.

Los puños están crispados. En las retinas están las imágenes terribles de los aviones secuestrados sirviendo de mortiferos misiles a los fanáticos musulmanes que destruyeron hasta los cimientos las Torres Gemelas de Nueva York, símbolo del progreso de la capital del mundo y orgullo de país.

“USA”, “USA”(yu-es-ei), es el grito multitudinario que hace ondear las banderas de las barras y las estrellas. A estas multitudes sedientas de venganza parece que lo único que las aplacará es ver en llamas a los que maquinaron la carniceria del 11 de septiembre. Y no sólo a ellos, sino a los que les dan albergue, como ha prometido Bush.

La mano se viene pesada y será una larga lucha. El enemigo de esta guerra del siglo XXI no es un enemigo visible, localizado. Es contra enemigos que traman sus fechorías en las sombras, que se esconden en países diferentes, que se mimetizan entre los ciudadanos comunes y corrientes.

El día del atentado Bush prometió que capturaría a los culpables y los llevaría ante la justicia.La indignación del país le ha hecho cambiar a un discurso más severo. Ahora de lo que se habla sin tapujos es de la venganza, de una terrible venganza.

Pienso que los autores intelectuales (porque los materiales está bien muertos) deberían ser los castigados. Estados Unidos debería ser selectivo porque nada bueno conseguirá pulverizando una ciudad, matando a civiles inocentes con la aplicación de la Ley del Talión. Es un axioma, la violencia sólo genera más violencia.

Paralelamente debe revisar muchas de sus políticas con sus vecinos del mundo y orquestar con ahinco una solución larga y duradera del conflicto del Medio Oriente. Le han demostrado ya que no es inmune a ataques brutales en su propio territorio y que toda su tecnología militar y su pretendido escudo antimisiles, no son nada ante individuos decididos a inmolarse por la causa que fuera.

Los que hoy gritan enfervorizados “guerra, guerra” que no se arrepientan mañana cuando por las pantallas de sus televisores vean el regreso de sus padres, hijos, novios o hermanos en sacos de plástico. O cuando también vean cómo son calcinados por las bombas y la metralla hombres, mujeres y niños inocentes de otras geografías.

Estos apologistas de la guerra. decididos a soltar las amarras a los Jinetes del Apocalipsis, ojalá que piensen también como hoy cuando mañana no puedan ir a un cine, un restaurante, a un estadio o al mercado sin el temor de que les explote una bomba allí o en el camino.

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