Opinión Internacional

La oveja negra de Europa

Desde hace quince días, los periódicos europeos (en Roma, los tengo disponibles en la esquina de casa) no hablan de otra cosa: del señor Jörg Haider y del veto impuesto por los países de la Unión Europea al nuevo gobierno austríaco. Es un caso que suscita, por supuesto, muchas inquietudes y preguntas. Hay una, en particular, que no ha recibido una respuesta clara. ¿Debe desconocerse el origen democrático de un gobierno en razón de su impugnable perfil ideológico?

Lo que está en juego es un problema de soberanía nacional que hasta ahora no se había planteado dentro de la Unión Europea. Ciertamente la moneda única y la libertad que tienen ahora los ciudadanos de los países miembros de desplazarse de una nación a otra sin necesidad de pasaporte, así como la libertad de invertir o trabajar donde quieran, representan de hecho renuncias admitidas a la soberanía tradicional del Estado nación. Pero el veto a un gobierno de la comunidad es otro cuento.

Para justificarlo, se recuerda en estos días que los principios constitutivos de la Unión Europea implican el compromiso de defender la democracia, las libertades fundamentales y el respeto de los derechos del hombre. Se han previsto sanciones para cualquier gobierno de la comunidad que no cumpla con estos presupuestos fundamentales. Muy bien: ¿pero puede darse por sentado que el señor Haider o los representantes del Partido Liberal de Austria, su formación política, se van a llevar de calle estos principios? Es una inquietud desde luego legítima, dados ciertos pronunciamientos suyos, tan vituperables como los de felicitar públicamente a los veteranos de la S.S. o llamar “campos penitenciarios” a los campos de exterminio nazi, pero no es un hecho cumplido y tal vez ni siquiera probable.

Antes de que se conociera el explosivo documento de los 14 países miembros de la Unión, aislando al gobierno de Austria, el señor Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea con sede en Bruselas, había abierto un prudente compás de espera declarando que juzgaría dicho gobierno “según sus actos y programas”. Lo que vino en seguida fue algo muy distinto: un veto y una excomunión inmediata.

Quienes se han detenido a mirar el fenómeno Haider desde adentro, encuentran tres respuestas a su sorprendente ascenso. La primera es la fatiga de un electorado que estaba buscando una alternativa política distinta a la que gobierna a Austria desde el fin de la guerra, conformada por la alianza de conservadores y socialdemócratas. La Proporz se había convertido en un sistema clientelista de gobierno, en el cual el poder se repartía por mitad como una naranja: desde los ministros hasta el último portero o empleado de correo, representaban cuotas milimétricas de uno u otro partido. Haider apareció en un momento dado como el único ingrediente político capaz de cambiar esta situación.

La segunda explicación reside en el sentimiento suscitado por el abrumador porcentaje de inmigrantes que tiene el país. El fin de la cortina de hierro y la crisis en los Balcanes convirtieron a Austria en tierra de asilo. Más de ochocientos mil extranjeros, la mitad de ellos ilegales, representan algo así como el diez por ciento de la población. Aunque en un principio parecían constituir una mano de obra necesaria, no tardaron en ser vistos como una competencia desleal en el mercado de trabajo. Haider, representante de una odiosa xenofobia para la cual extranjero y delincuente son casi sinónimos, explotó electoralmente este filón con muy buenos resultados.

En tercer lugar, hay en Austria una realidad subterránea e inquietante que siempre la comunidad internacional se propuso enmascarar: la fuerza que tuvo allí el nazismo. Aunque el país, después de la guerra, fue considerado como una víctima de Hitler, sobreviven en capas de su población nostalgias de aquella nefasta época y un cierto sentimiento antisemita sembrado desde entonces. En este medio, al parecer, creció Haider, y sus felicitaciones a los antiguos S.S. o sus piadosas definiciones de los campos de concentración no son simples gaffes, sino una resurrección de sentimientos alojados en el subconsciente colectivo.

Todo esto se ha dicho ya como explicación de un fenómeno, pero el problema suscitado por la situación de Austria tiene una dimensión inédita y significativa de la nueva era en que ha entrado Europa y tal vez el mundo. Vetar gobiernos, sin tomar en cuenta el mandato otorgado por los electores, equivale a establecer un Estado supranacional que fiscaliza y establece patrones de comportamiento político dejando de lado o, peor aún, confiscando la libertad que tiene cada país para escoger libre y democráticamente sus propias opciones. Siguiendo esta pauta, el día de mañana podría ocurrir que se vetara en Italia el ascenso al poder de la Alianza Nacional de Gianfranco Fini, muchos de cuyos dirigentes, incluyéndolo a él mismo, provienen del MSI, o sea el neofascismo italiano.

Naturalmente que nadie toma hoy a Fini por un peligro para la democracia, como tampoco al jefe de gobierno italiano, Massimo D’Alema, pese a que es un antiguo comunista y, como tal, compartió una ideología nada democrática. Si se procede a sancionar atropellos no cometidos, juzgando que las ideas o simpatías expresadas en el pasado los hacen presumibles, se incurre en un prejuicio y en una forma de histeria política algo extravagante. El efecto que tal actitud puede desencadenar se está viendo en Austria, como se vio en Serbia con Milosevic: la sensibilidad nacional herida reacciona dándole su apoyo al gobierno o al líder impugnado. De hecho, el 70 por ciento de los electores austríacos, incluyendo a una buena parte de los propios socialistas, considera hoy que el país no puede plegarse a la presión internacional. Extraña situación, propia de una nueva realidad, para la cual no estaba el mundo aún preparado.

Tomado de (%=Link(«http://www.elespectador.com/»,»El Espectador»)%) de Colombia del 17 de febrero de 2000

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