Opinión Internacional

La terquedad de Martina Marturana

Sobre el terremoto chileno van surgiendo varias lecciones trascendentes. La primera, en torno a la importancia de una cultura preventiva y de la responsabilidad fundamental de constructores, fiscales de obras civiles, autoridades municipales y gobierno en general. Porque el inmenso país austral, inevitablemente sísmico –que vivió en 1960 en Valdivia el peor terremoto conocido por la humanidad- ha pasado cincuenta años preparándose para la tragedia y cada edificio, cada nueva edificación respetó el diseño anti-sísmico que ahora salvó millones de vidas.

Esa es la diferencia entre la tragedia haitiana de centenares de miles de víctimas, en un terremoto de mucha menor intensidad, y el reducido costo humano del terremoto chileno, a pesar de que éste alcanzó 8.8 grados en el conteo Richter y que comprendió también una segunda parte, más fatídica aún, el maremoto que asoló Concepción y varias islas de su región insular.

La segunda gran lección deriva de la segunda parte de la tragedia, es decir, del maremoto o tsunami desencadenado tras el terremoto. La siniestra experiencia de Valdivia, medio siglo atrás, y el Apocalipsis en 2004 tras la fractura en Sumatra que desencadenó las olas gigantes que mataron 280 mil personas entre Asia y África, había sensibilizado a la opinión mundial sobre la interrelación entre el temblor en tierra y la avalancha desde el mar. Eso también lo sabían los comandantes de la Armada Chilena, y especialmente el servicio de medición telúrica, SHOA, que de ellos depende.

Pero en la madrugada del 27 de febrero se sucedieron una serie de pequeños deslices, errores y excesos de confianza que terminaron configurando una desgracia incomprensible. En cuanto se produjo el terrible terremoto, los militares chilenos no fueron capaces de advertir que sobrevendría un tsunami. Y eso que contaban con los instrumentos de medición que claramente alertaban al respecto.

Parece que desde las 3:55 de la madrugada (hora chilena) un técnico advirtió de la inminencia del maremoto, se lo pasó por fax a la oficina ministerial respectiva (haberse confiado del fax y no haber llamado personalmente quizás fue el gran error inicial), pero nadie verificó, nadie repreguntó y casi dos horas después, ya amaneciendo, a las 5:20 de la mañana, todavía un Alto Mando Militar fue incapaz de explicarle a la Presidenta Bachelet que el tsunami sobrevendría inevitablemente.

Los habitantes de los pueblos costeros habrían dispuesto de dos horas para una movilización preventiva hasta las zonas altas. Incluso habría sido posible evacuar las pequeñas islas, como ya hacían en Japón desde el mismo momento que ocurrió el primer temblor. Pero, las noticias de la Presidenta, reposada y sosegada, le infundieron una fatal confianza a la comunidad.

Algo debía intuir la veterana Estadista, al punto que a las 5:20 llamaba al Ministerio Naval, precisando la probabilidad del tsunami, pero el Alto Mando Militar, razonó con sus propias ideas “El epicentro está en tierra, luego no debería haber un tsunami” le respondió su interlocutor. Diez minutos después llegaba la primera avalancha de agua, y 35 minutos después, a las 6:05 minutos otra gigantesca ola, que en conjunto mataron muchos más chilenos que el propio terremoto de la madrugada.

El error de cálculo fue de confianza, de poca eficiencia, de caos interno, de shock emocional en algunos sectores operativos y constituye quizás el peor desatino de la institución militar chilena desde el 11 de septiembre de 1973, cuando depusieron y liquidaron físicamente al presidente Allende. Sobrarán los análisis, disculpas y desmentidos pero ya el Comandante de la Armada debió asumir la responsabilidad por semejante equivocación.

Pero cuando los almirantes se equivocaron, una niña inteligente, nerviosa y terca, pasó a actuar como la heroína del momento. Una niña de doce años que vive en el islote Juan Fernández, seguramente lectora de prensa, inquieta y de aptitudes para el liderazgo. Pues bien, en la temprana madrugada habló por teléfono con su abuelo que estaba en Valparaíso y aquel le advirtió del riesgo del tsunami. Ella le creyó y aunque su propio padre, en la misma isla, intentó tranquilizarla, ella asumió como inevitable la llegada de la ola.

El padre de Martina Marturana, como se llama esta heroína precoz, es oficial de Carabineros (un cuerpo específico chileno, como la Policía Nacional) y contra su opinión se rebeló la niña, al punto que solitaria se subió al campanario del pueblo y lo tocó a rebato, despertando del letargo a centenares de vecinos, todavía escépticos frente al peligro inminente.

El nerviosismo de la inquieta Martina, corrió entre el pueblo y desencadenó una histeria que terminaría salvando centenares de vidas, porque la mayoría de vecinos se subieron hasta la parte alta de la isla y cuando llegó la gigantesca ola, salvaron así sus vidas. Otros no le creyeron y perecieron. En otras islas y en la población costera de Concepción no hubo Martina y el desastre fue mayor, pero la gran moraleja es que donde se equivocaron los técnicos, los mandos militares, la misma Jefatura de Estado, sí acertó la inquietud y denuedo de una muchachita de pueblo, convertida ahora con razón en el gran personaje popular, heroína de la tragedia.

 

                               

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