Opinión Internacional

Peón 4 rey

Nadie sabe porqué pero se había puesto de moda ser intelectual, y de izquierda. Unos más, otros menos adoptamos las maneras y costumbres necesarias para “entrarle” al personaje. Traducido: no se trataba de serlo había que aparentarlo. Así, en las tardes y como esos perros que literalmente arrastran a sus dueños por aceras y avenidas, sacábamos a pasear los libros de Marx, Engels, los de Julio Cortázar y Ernesto Cardenal; especialmente no dejábamos en casa los de Octavio Paz que para ese tiempo era un “traidor de derecha” pero nos hablaba de poesía, y los de Roland Barthes que irresistiblemente nos aproximaba a El placer del texto, vale decir, a esa tierra baldía donde la alegría de leer hacía nacer la necesidad de crear.

Era costumbre, entre los miembros de esa casi invisible cofradía, enfrascarse en largas discusiones de tipo y qué teórico en las que se mezclaban nombres rarísimos a los oídos de unos adolescentes que todavía no habíamos traspasado los límites de un pueblo como Upata, allá por los años de la Gran Venezuela y el gobierno del pegajoso jingle publicitario “ese hombre sí camina va de frente y da la cara”.

Por ese tiempo Salvador Allende era una leyenda y el general Augusto Pinochet el criminal que sigue siendo. Por ese tiempo, también, éramos salvajes e inocentes; escuchábamos a Joan Manuel Serrat, Mercedes Sosa, a Violeta Parra, y coleccionábamos afiches del Che y Sandino.

Un detalle, nos gustaba el ajedrez. Luego Bobby Fischer era nuestro Michael Jordan del momento. Jugada a jugada celebramos su victoria sobre el campeón mundial del momento, el ruso Borís Spassky.

Ese sentimiento de euforia fue, quizá, entonces, el que nos permitió reparar en nuestro rechazo a las hegemonías. Nos habíamos colocado al lado del “débil” Fischer porque nos parecía estrambótica la idea de que solo los soviéticos supieran jugar ajedrez. Pero además “asimilamos” a Spassky como uno de los nuestros porque su derrota, en el marco de la Guerra Fría en el que se desarrolló el enfrentamiento con el estadounidense, lo dejó desnudo y en desgracia ante el régimen comunista que no podía aceptar ser vencido en un campo que estaba instalado en lo más hondo del inconsciente colectivo del pueblo soviético como “su patrimonio”.

El asunto fue que con Fischer y Spassky aprendimos dos cosas. La primera que el ajedrez ve como buena una salida del tipo Peón 4 rey, y la segunda que el poder no es un juego de niños. Podría creerse que nuestro “descubrimiento” fue tardío y tonto por evidente. A esa percepción le opondré el valor de la fe. Sí, esa cosa tan escurridiza de la que habló tanto San Juan de la Cruz. Capaz, según los místicos, de mover montañas.

Creíamos que de un lado estaban los buenos buenos y del otro los malos malos. Hoy, a casi tres décadas de esos “talleres de actuación”, conservo el escepticismo que nació en esos días, el fervor por Barthes y Octavio Paz, cierta fidelidad a la poesía de Rafael Cadenas, a las películas donde protagonice Robert De Niro, y la nausea por los versos Prêt-à-porter que regalan algunos poetas a regimenes de turno y déspotas de ocasión; tengo para mí, también, el rudimento de un ajedrez instrumental que se enreda entre caballos y alfiles, más la costumbre de mirarle los ojos a los cínicos de profesión. Haga el ejercicio, encienda la TV temprano en la mañana.

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