Opinión Internacional

Por suerte, nos queda Bush

Madrid (AIPE)- España va a la deriva mientras el presidente Zapatero sonríe. Amenaza terremoto en el País Vasco, pero sólo los partidarios de la independencia parecen tener un plan de acción. En Cataluña, el señor Piqué, preso del síndrome de Estocolmo, corre en pos de CIU, que pierde el rabo tras los republicanos de Esquerra. La economía está de mírame y no me toques, apuntalada por la presencia de Pedro Solbes. El Gobierno se entretiene en casar a homosexuales y tirar chinas a la Iglesia. En Europa, somos acólitos de un Chirac que prefiere Marruecos a España y en el mundo ya no contamos ni para Condolezza Rice. Pero no hay que perder la esperanza: nos queda George W. Bush.

La victoria electoral de Bush cogió por sorpresa a todos los que le desprecian porque hace frente a los enemigos de su patria, censura el apaciguamiento europeo, promueve una economía más libre, tiene firmes convicciones morales y religiosas. Los divinos de la izquierda, los elitistas de la derecha le detestan. Mi más viva alegría fue pensar en el disgusto de Michael Moore, el fabulador Fahrenheit 7/11: le aconsejo que gaste el dinero torcidamente ganado con su falso documental en una cura de adelgazamiento y pulcritud que tanto necesita.

Al insulto de la victoria electoral de Bush, se ha añadido la ofensa de la alta participación de votantes en las elecciones de Irak. La valentía de los ciudadanos iraquíes, dispuestos, incluso en las zonas sunníes, a desafiar los terroristas que denuncian la democracia plural como un pecado contra el Islam, es una reivindicación de la política de “cambio de régimen” perseguida por EEUU y sus aliados con la guerra contra Saddam Hussein. No ha resultado cierto que Hussein estuviera fabricando armas de destrucción masiva, pero la guerra de Irak no está resultando ser “un desastre”, como sostienen Ramonet, Estefanía, y otros intelectuales izquierda y derecha. Son muchos los efectos positivos del conflicto: la confirmación de que EEUU no reaccionará mansamente ante ataques a su seguridad; el compromiso del gran pueblo americano con la defensa de la libertad, avalado en dos Guerras Mundiales y en la Guerra Fría; la decisión de su Gobierno de procurar que se extienda y ahonde la democracia en el mundo, en Afganistán, en Irak, en Palestina, en Turquía sobre todo, al procurar la entrada de este país en la Unión Europea.

“No pongáis vuestra confianza en príncipes” leemos en los Salmos. Todo gobernante tiene carencias y muchas de sus promesas resultan vanas. El primer mandato de George Bush adoleció de graves fallos que esperemos no se repitan en el segundo. No ejerció ni una sola vez su derecho de veto presidencial frente a los proyectos de ley del Congreso. Es sabido que las dos Cámaras que componen el Congreso de EEUU son la principal fuente de rentas, favores, intervenciones, desgravaciones y subsidios, promovidos por los grupos de presión que pululan en Washington y las capitales de los cincuenta estados de la Unión. En busca de votos, decidió proteger la industria del acero de los Grandes Lagos y multiplicó los subsidios a la agricultura. Tuvo que aumentar el gasto militar, al tiempo que, acertadamente, reducía impuestos y los hacía más proporcionales: al no recortar el gasto, el resultado ha sido un déficit público equivalente al 5% del producto de la economía. Miró con complacencia la imprudente política monetaria de Greenspan, quien, bajando los tipos de interés y aumentando la liquidez financiera, ha desanimado el ahorro de las familias y multiplicado el déficit de la balanza de pagos, hasta colocarlo en una cifra equivalente al 6% del PIB. La caída del dólar no ha servido sino para contener ese desequilibrio exterior. En América Latina, centró su mirada únicamente en la guerra contra la droga iniciada por Clinton, sin ver el daño que causa esa miopía en unas tierras en las que vuelve a levantar cabeza el populismo.

Por eso digo que tengamos puesta nuestra esperanza, pero no una ciega confianza, en el segundo mandato de Bush. En su reciente discurso sobre el Estado de la Unión, ha dibujado cuatro grandes líneas de actuación, que servirán de pauta para el resto de las naciones occidentales, inclusive por suerte la nuestra. La primera es meter en cintura a las Naciones Unidas. Esa organización no puede continuar impidiendo el ejercicio de labores de policía mundial a países que tienen medios militares de las que carece, sobre todo en un mundo azotado por el terrorismo. Tampoco es aceptable que en la ONU cunda la corrupción evidenciada en el programa iraquí de “Petróleo por alimentos”.

Las tres actuaciones están ligadas entre sí: disminución de impuestos, reducción del déficit y privatización parcial de las pensiones públicas. George W. Bush quiere rematar lo que Ronald Reagan no pudo terminar. Cree que la parte que se lleva la Hacienda Federal de los ingresos de los ciudadanos es excesiva y que unos impuestos más ligeros contribuyen al mayor crecimiento de la economía. A su vez, confía en que este crecimiento contribuya a aumentar los ingresos públicos. Mas como eso es fiarlo para largo, ha empezado a proponer al Congreso reducciones de gasto con el fin de que el déficit público caiga a la mitad en 2010: por ejemplo, una menor participación de la Hacienda Federal en los gastos sanitarios de los estados. En la misma línea de confiar más en los individuos, quiere que los jóvenes puedan colocar una parte de sus cotizaciones obligatorias en cuentas personales, invertidas a su nombre en activos financieros. Mas como también quiere respetar las promesas de pensión hechas a los mayores, le será necesario aflorar una cuantiosa deuda implícita que ahora no se incluye en el déficit público. No será sencillo obtener el apoyo del Congreso para tres reformas económicas de tanto calado.

Extensión de la democracia, firmeza frente a los enemigos de la civilización, reducción del tamaño del Estado, individualización de las pensiones públicas: he aquí un programa comprometido. Pero Bush es un hombre de principios y no es imposible que alcance sus metas. ¿Se imaginan a Zapatero en la Casa Blanca?

(*): Profesor de la Universidad San Pablo CEU y académico asociado del Cato Institute.

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