Opinión Internacional

Sapos y culebras

Punta de Piedra es un mínimo corregimiento de pescadores a orillas del golfo de Urabá. Todo lo que uno encuentra en este lugar son unos cuantos ranchos y casas de madera, una escuela, una mínima base militar y unos frondosos almendros frente al azul esplendor de las aguas del golfo. Allí llegué un mediodía, hace unos tres años, con un equipo de televisión y con el general Rito Alejo del Río, entonces comandante de la Decimoséptima Brigada. Apenas descendimos del helicóptero, el pueblo entero vino a nuestro encuentro. El general Del Río era en Urabá un hombre muy popular. Donde llegaba, lo rodeaban niños y niñas de la escuela, con una algarabía de pájaros. Más que un militar, parecía un robusto abuelo sacando de los bolsillos de su uniforme de campaña puñados de caramelos para regalárselos.

Según me dijo un dirigente local, Punta de Piedra había vivido por largos años bajo el control de las FARC. “Fue un calvario”, me decía. Los guerrilleros mataban a quien había servido en el Ejército. Enseñaron a los muchachos del pueblo a asaltar autos y camiones. Se llevaban las muchachas a los campamentos; las embarazaban. Un día aparecieron por allí las autodefensas, y eso no arregló nada, pues querían fusilar a quienes habían colaborado con la guerrilla. Como el pueblo se opuso, dieron a todos cinco días para desocupar casas y tierras. Punta de Piedra fue salvado por el general Del Río. Puso allí la base militar y permitió que se creara en las veredas una Convivir para advertir a los soldados la presencia de guerrilla o de autodefensas. Cuando los campesinos vivían al fin en paz, llegaron delegados de algunas ONG empeñados en demostrar que Ejército y paramilitares –identificados con la Convivir– eran cómplices.

Desde entonces, varias cosas me quedaron en claro: primero, la manera como la guerrilla oprimía a los campesinos; luego, la convicción de que las autodefensas, calcando sus métodos atroces, provocaban absurdamente el éxodo de poblaciones enteras. Para éstas, sólo existía la garantía del Ejército. Comprendí también que las ONG, con el pretexto de ocuparse de los derechos humanos, eran, en realidad, el arma predilecta de la subversión contra las Fuerzas Militares.

Dueño de estas convicciones, he visto en Roma un VHS con la entrevista hecha por Darío Arizmendi a Carlos Castaño. La impresión que me dejó el jefe de las Autodefensas fue muy semejante a la que expuso Antonio Caballero en Semana. Entiendo el impacto producido por Castaño. No es, como lo suponía, un personaje
tan agreste como El Mono Jojoy. Inteligente y rápido en sus respuestas, da la cara, como dice Caballero, sin eludir siquiera sus bárbaras responsabilidades. Y eso, en un país donde todo el mundo, desde el Presidente hasta los guerrilleros, prefiere la astucia de un discurso a la verdad escueta, provoca una especie de hipnótico asombro. La franqueza es una fruta rarísima en Colombia.

Un personaje con este perfil debería comprender que su lucha, adelantada por mercenarios o por vengativas víctimas de la guerrilla, comete a la vez horrores y errores. La parte vulnerable de la subversión está en su base operativa, compuesta hoy por menores de edad, mujeres, indígenas o auxiliares ocasionales reclutados apresuradamente y sometidos a una disciplina despótica. Una acción eficaz contra ella tendría que tomar necesariamente en cuenta esta circunstancia. Los verdaderos triunfos son políticos, no militares. El gigante subversivo tiene pies de barro. Asesinar a sangre fría, sacándolos de su cama, a guerrilleros reales o virtuales no es sólo repugnante: es, ante todo, una estupidez. Castaño, pese a ser hombre inteligente, parece ignorarlo.

Como sea, la entrevista difundida hace dos semanas deja otra convicción. Si se continúa demoliendo al Ejército bajo una montaña de infundios y vejámenes, las autodefensas van a crecer. Ineluctablemente. Serán vistas –me decía un banquero– como una cláusula de salvaguardia para evitar una abierta rendición del Estado. Su lucha, como la de la guerrilla, pone al servicio de un móvil político métodos atroces. A la hora de llevar a término una negociación, será un protagonista con el que habrá que contar, gústenos o no. Hay que tener hígados para ir a El Caguán y abrazar a Tirofijo.

También habría que tenerlos para saltar sobre los horrores de Castaño. Cuando se da la espalda a principios éticos y al rigor de la ley en beneficio de una transacción, ese crudo realismo obliga a todo. Incluso a tragar sapos y culebras de todos los colores.

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