Opinión Internacional

¿Tras el “enemigo interno”?

(%=Image(7759305,»L»)%)Durante la Guerra Fría una perversión se extendió entre los servicios de seguridad del hemisferio: la identificación y persecución del denominado “enemigo interno”. Cliché que servía como mampara para “defender la democracia” contra el supuesto –o real– “comunismo”, violentando las libertades y derechos democráticos, evadiendo la obvia y brutal contradicción. La persecución contra el comunismo se convirtió en muchos casos en eliminación de la disidencia, en tortura y dictadura extendida por gran parte del continente. En la lógica del “enemigo interno” los derechos humanos, inherentes a la democracia contemporánea, son violentados y pospuestos de manera indefinida; las fuerzas de seguridad alcanzan niveles de arbitrariedad sólo equiparables con su brutalidad. Un clima de guerra interna, de guerra civil, se extendió por las sociedades latinoamericanas, y los derechos humanos fueron los primeros caídos en las escaramuzas. ¿Son las “leyes antiterroristas” una reedición de la perversa lógica de la Guerra Fría?

Colombia no escapa a la guerra mundial contra el terrorismo, guerra que está pasando por un proceso de identificación del nuevo “enemigo interno”. El ministro de la Defensa, Gustavo Bell Lemus, presentó el lunes 22 de octubre un proyecto de estatuto antiterrorista que supera las dos docenas de páginas. Legisladores colombianos, y el mismo gobierno, acarician la idea de implantar una Ley Antiterrorista que le otorgue a las Fuerzas Armadas una mayor discrecionalidad en la lucha contra “prácticas terroristas”. Para completar el cuadro, se ha anunciado un aumento sustancial del presupuesto militar, idea peligrosa la que circula, y peligrosa para la democracia colombiana.

Esta reacción no es nueva, ni se desarrolla en el vacío: en agosto el Presidente Andrés Pastrana otorgó a los militares más poderes y más discrecionalidad para perseguir y reprimir, al firmar una nueva Ley de Seguridad y Defensa Nacional (ley 684), entregando incluso poderes judiciales. Así, los militares pueden requisar, allanar y detener sin contar con la autorización de funcionarios públicos.

La guerra, dentro y fuera

(%=Image(1483228,»R»)%)La lucha contra el terrorismo no se inició con la horrorosa tragedia del 11 de septiembre pasado, pero alcanzó después de esta fecha un carácter definitivamente global. La legislación antiterrorista es parte de esa lucha que supera las fronteras y las estructuras de los Estados nacionales. Leyes antiterroristas se han aprobado, o se están discutiendo, en lugares tan distantes y distintos como los Estados Unidos, Argentina, Gran Bretaña y, por supuesto, Colombia. Dicha legislación está sometida a fuertes y justificadas críticas.

Después del 11 de septiembre las presiones externas sobre Colombia son cada día más fuertes. El endurecimiento de la posición norteamericana frente a los grupos guerrilleros y frente a los paramilitares ha venido arrastrando al gobierno y a la clase política colombiana. Estados Unidos insiste en definir a los grupos guerrilleros como terroristas, mientras el gobierno colombiano evade el tema, intentando sostener un complicado proceso de paz.

La difícil realidad del conflicto en Colombia no escapa a ningún observador medianamente informado. Las FARC y el ELN, por un lado, y las AUC, por el otro, continúan hostilizando y violentando a la sociedad colombiana. La guerrilla no tiene capacidad para tomar el poder, y el gobierno colombiano no puede derrotarla militarmente. Solo durante el pasado fin de semana la violencia acabó con la vida de 42 personas. La solución militar es un juego bloqueado, por ende, la paz consensuada es posible sólo si ambos actores están dispuestos a comprometerse. El carácter terrorista de las organizaciones toca definirlo al gobierno colombiano, primer interesado en alcanzar una paz estable, pero las prácticas de dichos grupos se acercan demasiado a ese término evasivo que se ha adueñado de los titulares de prensa del planeta. Las conversaciones de paz parecen encontrarse empantanadas y la sociedad colombiana está visiblemente cansada de la violencia y del cinismo. La tentación del endurecimiento está a la vuelta de la esquina, y la campaña electoral ha colaborado con este proceso, el discurso de la mano dura tiene auditorio en una población desesperada. Pero la democracia es un costo que la sociedad no debe pagar.

La difícil construcción de la democracia

(%=Image(5828046,»L»)%)Los tribunales y los procedimientos judiciales no están en el sistema democrático como un adorno estético para inflar la burocracia estatal; estos cumplen una función vital para sostener la igualdad y la libertad de la ciudadanía. Al colocar al sector militar por encima del poder judicial, elevando sus niveles de discrecionalidad, flaco servicio se le está haciendo a la democracia que se pretende defender. El problema inherente a la discrecionalidad militar es que, generalmente, caen personas inocentes bajo “sospecha”, sin pruebas, sin juicio, sin justicia. La lucha contra el terrorismo no puede ser excusa para acabar con las libertades democráticas, con la sociedad abierta y con los derechos humanos. La legislación antiterrorista es la puerta abierta para el abuso de autoridad, se convierte con gran facilidad en amenaza contra la disidencia y represión contra la libertad.

La legitimidad de la lucha contra el terrorismo, sea contra la violencia guerrillera, del narcotráfico o paramilitar, viene de la defensa de las instituciones y prácticas democráticas. La extensión de un Estado de sitio permanente y la violación de los derechos humanos derrumba dicha legitimidad y se convierte en un triunfo para los violentos. Sería un contrasentido demasiado drástico. La legítima lucha contra el terrorismo necesita del concurso de toda la sociedad democrática, por ende, las instituciones del Estado de derecho, el consenso político y la movilización social en pro de la lucha contra las raíces y causas del fenómeno son la única solución viable a largo plazo. Los terroristas deben enfrentarse a un estado democrático de derecho consolidado y fuerte, a unos poderes autónomos y a una fuerza pública controlada por la sociedad. La democracia no puede permitir que la sociedad colombiana quede presa de la arbitrariedad de las fuerzas militares. No se puede caer en esa tentación, ni se le puede dar esa ventaja a los violentos.

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